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Encuentro


De lejos era como una sombra azulada apoyada en la pared de piedra de la ermita. La lejanía es lo que tiene, que difumina las sombras; más aún a la caída de la tarde, cuando el cielo se diluye entre azules y naranjas, y no existe una línea que los divide sino una zona de un color incierto y vivo que varía con cada minuto que transcurre camino de la noche.

Me gusta acercarme hasta la ermita cuando cae la tarde y el calor se amansa, cuando el peso del sol es más liviano y los aires de la montaña van desterrando de la llanura la calima de la tarde, arrebatándole a las plantas los aromas de la savia y la madera para llenar el aire de olores que me despiertan los recuerdos de un tiempo antiguo y añorado.

Al acercarme, mis ojos dibujaron la silueta de una mujer triste. Estaba sentada en el poyete de piedra que rodea la pequeña capilla, con los brazos en el regazo y las manos nudosas entrelazadas. La cabeza ligeramente caída hacia delante y la mirada perdida más allá de los límites del suelo. El tiempo había teñido su pelo de un blanco inmaculado y la vida había arado en su rostro surcos intensos que hablaban de un pasado largo e injusto.

Cuando estuve a su altura levantó el rostro y me miró con una mirada azul y cansada que hablaba de soledades añejas.

—Buenas tardes — le dije.

Con una sonrisa débil pero sincera me respondió: —Nos dé Dios.

Me senté a su lado, al consuelo de la sombra de aquella pequeña iglesia solitaria.

—No te conozco — me dijo —. Tú no eres del pueblo.

—No soy de aquí, pero vengo mucho.

Un grillo temprano vino a romper el silencio del momento.

—Esta noche hará calor. Cuando el grillo canta antes de anochecer es que va a hacer calor.

—Algo ha refrescado — le respondí.

—Pero cuando calme el aire hará calor. Aquí solo hay dos cosas, calor y soledad. A mí el calor no me importa, y a la soledad ya me he acostumbrado.

—¿Vive usted en el pueblo? — le pregunté.

—Nací aquí y aquí me moriré.

Entonces me contó sus cosas, esas que solo se le cuentan a los desconocidos porque creemos no le importan, pero que a uno le desahogan. Y esa mujer tenía mucho que contar.

Yo, por mi parte, no tenía prisa. Cada tarde salía a caminar en busca de esa misma soledad que a ella le sobraba y a mí me completaba.

Me habló de una boda con un hombre rudo, pero cariñoso, que le arrebataron una maldita noche del treinta y seis. De unos hijos que no tuvo porque apenas hacía un mes que se habían casado. De la felicidad que apenas conoció. Y me contó de las cruces rojas que aparecían por la mañana mancillando su puerta y que ella fregaba cada día; durante años, hasta que los demonios se cansaron de acosarla.

Pero sobre todo me contó de su soledad, esa que se le había agarrado al alma hasta que se le había hecho costumbre.

Días después se presentó el viento de otoño. Las nieblas frías del invierno me retiraron hacia la comodidad de la capital y no volví al pueblo hasta bien entrada la primavera.

Cuando regresé la busqué en la ermita pero ya no estaba. Quizás se la llevaron las brumas heladas de aquel invierno recio; y junto a ella, a aquel amor temprano, a los hijos que no tuvo, a la felicidad que no había conocido, a todo el odio que ella lavó cada mañana de su puerta.

Y a la soledad, a esa soledad que ahora se había quedado huérfana.

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