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Mi ventana

De vez en cuando me asomo a la ventana que tengo en ese rincón donde escribo, generalmente no pasa nada, pero a veces, algo que veo desde detrás de los cristales me inspira a escribir unas líneas.

Es lo que tiene esto de escribir, que cuando de nuevo lo lees, aunque hayan pasado años como es mi caso, te das cuenta de que estás haciendo algo que tiene un hilo conductor, en este caso

la ventana. Aquí os dejo lo que mi ventana ha dado de sí hasta ahora.

Llueve

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Fuera está lloviendo, la lluvia perfila en la noche una dimensión distinta, desde mi ventana veo los reflejos de las luces sobre el asfalto mojado y lleno de charcos que los coches se encargan de salpicar.

Dejo de mirar la calle y me enfrento a la pantalla del ordenador, las palabras comienzan a fluir desde mi cerebro hasta mis manos que se deslizan por el teclado, la guitarra de Paco de Lucía rompe el silencio, no tengo tiempo de mirar la pantalla mientras escribo, solo miro un teclado que no veo, porque las imágenes se agolpan delante de mis ojos.

Veo a una mujer corriendo bajo la lluvia, de vez en cuando salta para evitar un charco, lleva un impermeable de plástico transparente sobre un vestido negro, zapatos de medio tacón y un diminuto paraguas con el que trata de evitar que se le moje el pelo, a lo lejos un autobús se detiene frente a una marquesina roja, la mujer acelera la carrera, piensa que no va a llegar. Mientras corre, observa cómo la gente que estaba en la parada va subiendo los peldaños y se pierde en el interior, la respiración es cada vez más agitada, piensa que no va a llegar.

Desesperada, ve como se cierran las puertas traseras del autobús mientras las delanteras permanecen abiertas esperando que suba el último pasajero, es un anciano, lleva la cabeza cubierta con una boina negra y una gabardina gris le cubre el cuerpo.

La mujer sigue corriendo sorteando a la gente que camina en sentido contrario, le estorba el paraguas, con un movimiento rápido cierra el paraguas mientras corre.

El anciano se agarra fuertemente a la barandilla del autobús mientras con dificultad levanta una pierna, lleva en la mano el importe del viaje preparado, el autobús impaciente enciende el intermitente izquierdo para avisar a los coches que circulan por la calle que va a iniciar la marcha. La mujer se siente agotada no sabe cuánto aguantará, le duelen las piernas, siente mucho calor y nota como la ropa se le está pegando al cuerpo debajo del impermeable de plástico, pero sabe que tiene que seguir corriendo porque el autobús no espera.

El anciano ya tiene el segundo pié encima del primer escalón del autobús, la mujer casi puede tocar las luces, cuando las puertas comienzan a cerrarse mientras el vehículo inicia la marcha, en un supremo esfuerzo llega a la altura de la puerta delantera, la golpea mientras el autobús ya ha iniciado la marcha. Se oye un claxon, es un coche que se ha visto encerrado en su marcha por la salida del autobús, este frena con brusquedad, la mujer sigue frente a la puerta, golpeando el cristal, de pronto para de golpear la puerta y se queda mirando muy seria, el pelo empapado, jadeando. La puerta comienza a abrirse.

Vuelvo la cabeza hacia la ventana, fuera sigue lloviendo, a cuarenta metros de mi ventana un autobús abandona la parada con su carga de gente mojada. (Alcorcón 31 de moyo de 2008)

Un grado bajo cero

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Estoy sentado de nuevo tras la ventana, la calle esta llena de luces irregulares que juegan con las sombras envolviéndolo todo en un halo anaranjado. Los árboles de hoja perenne muestran sus elegantes y recortados vestidos frente a otros que muestran su desnudez sin pudor. La calle esta dividida en dos por una estrecha acera de ladrillos rojizos y sembrada de una hilera de palmeras.

Hace frío, la gente camina deprisa con el cuello encogido y los abrigos bien cerrados, mirando al suelo, apresurados por llegar a su destino donde seguramente les aguardará el calor.

Los coches pasan despacio, coartado su caminar por dos semáforos que alternan sus colores asíncronos, cuando el de más acá se ilumina de verde, el de más allá se vuelve rojo; pareciera que un inquieto y burlón bufón jugase con ellos a capricho.

Frente a mi ventana, al otro lado de la calle la parada del autobús de chapa roja y cristales protege a las gentes que esperan regresar a sus casas lo antes posible. Se mueven inquietos bajo la marquesina de cristal, volviendo la mirada en dirección hacia donde aparecerá la gran ballena verde que habrá de transportar en el vientre la carga de cansancio.

En un rincón tras de la cápsula de cristal una pareja se mira a los ojos, son un chico y una chica jóvenes que hablan mientras se funden en un abrazo inquieto, ella apoya la cabeza en el pecho de él, mientras él le acaricia el pelo. El autobús con su caminar lento avanza hacia ellos. Mientras se besan llega a su altura, abre la puerta delantera y la gente comienza a subir, ellos siguen abrazados hasta que la última persona sube el primer peldaño.

La chica separa su cuerpo del cuerpo del muchacho quién le mantiene sujeta por la mano, se acerca a la puerta mientras las palmas se deslizan aprovechando un último contacto.

El autobús cierra sus puertas e inicia la marcha dejando al chico en la acera con la mirada clavada en la enorme masa que se aleja. Se sube el cuello del abrigo, da media vuelta y camina calle abajo alejándose de mi ventana. En una esquina, sobre un cartel que anuncia una peluquería, un termómetro digital marca con lucecitas rojas un, grado bajo cero.

Vuelvo la cabeza y fijo la mirada en la pantalla, frente a mi una hoja virtual en blanco, en el extremo superior izquierdo un palito negro vertical parpadea esperando la primera letra. (Alcorcón, 01 de diciembre de 2008)

Mi ventana ocupada

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Durante varias semanas mi ventana ha estado ocupada por una viejecita que se pasaba las horas sentada en un sillón, mirando la calle y recibiendo el calor del sol que entraba por los cristales. Sentada en mi ventana vio como la nieve comenzó a caer un sábado por la mañana y sonrió al ver como los copos caían con lentitud. Con la mirada perdida en el tiempo.

Hubiera dado todo lo que tengo por saber que pasaba en esos momentos por su cabeza, quizás recordaba un domingo hace muchos años, recién llegados a Madrid, cuando mi padre nos llevó en un autobús a Navacerrada para que conociéramos la nieve. Pero es imposible saberlo porque aunque se lo hubiese preguntado no me habría contestado, una nube de confusión se había apoderado de su mente en muy poco tiempo, una nube que era presagio de una gran tormenta en su interior. A pesar de eso la vi sonreír mientras nevaba.

Tantas cosas me han quedado sin saber de ella, tantas cosas le habría preguntado, tantas horas que me ha robado la urgente vida cotidiana que hubiese utilizado para hablar con ella.

Ahora mi ventana esta vacía, mi viejecita se ha ido con su gran amor, que llevaba veinte años esperándola, se ha ido sin hacer ruido ni estridencias, como una pavesa que revolotea en silencio a merced de una corriente de aire. Solo hicieron falta unos minutos para que su corazón se parara, cansado de latir en soledad, en la ausencia del latido acompasado del corazón que ella amaba.

Han pasado unos días y de nuevo me he sentado frente a mi ventana, porque a pesar de todo la vida sigue, y abajo, en la calle, la gente camina, espera el autobús bajo la marquesina roja, los coches pasan y los perros ladran. Y a mi me espera esa barrita negra, parpadeante, dentro de una hoja en blanco para que escriba lo tengo dentro de mi.

Para tí mamá.  (Alcorcón, 3 de enero de 2009)

Después de esto decidí cerrar mi ventana, pensé que nada podría igualar la imágen de mi madre sentada frente a la ventana. Y nunca quise abrirla, así estuvo cerrada siete años, pero otro momento de gran ternura frente a esa ventana me hizo abrirla de nuevo...

Uno más

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Han pasado siete años y he vuelto a abrir mi ventana, el duelo que quedó en mi corazón ha dado paso a la nostalgia.

Abajo, en la calle, ese trozo de mundo que me descubre cada día este rectángulo de hierro y cristal ha cambiado, hoy no llueve como el día que aquella mujer corrió para coger el autobús, tampoco hace el frío de aquella noche en la que dos jóvenes amantes se separaban en la marquesina roja. Hoy hace calor, mucho calor, el sol cae implacable sobre el techo de la marquesina que ya no es roja sino gris.

Es verano y los colores resaltan bajo un cielo de un azul intenso y pienso en lo que ha cambiado en ocho años, desde el día triste en el que decidí cerrar mi ventana. Por cada vida que cae, otras vidas se levantan.

Sentado al lado de la ventana, sostengo sobre mis rodillas a mi nieto Pablo, sus grandes ojos están fijo en la calle y con su manita regordeta señala a los coches que pasan mientras balbucea palabras inteligibles que me provocan sonrisas.

Beso su frente y le cuento quien es, no me entiende pero me mira y se ríe con esa risa franca que solo los niños saben tener.

No se lo que tendrán sus ojos, pero me trasmiten serenidad, paz, amor, orgullo y sobre todo esperanza.

Mi pensamiento ha cambiado a raíz de ser consciente de la presencia de esta nueva criatura, ahora pienso más allá que cuando no existía, cuando el día a día llenaba mis horas. Ahora mis horas se llenan con una importante ración de futuro y pienso en como será de mayor, ¿que pensará, si será una buena persona, será solidario con sus semejantes.?Incertidumbre y preocupación por algo que no tiene remedio. Como sea, será; mientras tanto el tiempo pasa inexorable, cruel, tan cruel como que cada día que él gana yo lo pierdo.

Pero así es la vida, mientras, tras la ventana, puedo ver en la calle como el sol dibuja sombras inquietas que se alargan, la gente camina con paso lento, y bajo la marquesina, ahora gris, el autobús sigue recogiendo su carga de cansancio. (Alcorcón 23 de julio de 2015)

La Princesa

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El tiempo pasa deprisa, sin darme apenas cuenta ha pasado año y medio desde la última vez que escribí sobre mi ventana, las obligaciones, el trabajo, los viajes me han apartado de mi rincón, de ese espacio íntimo e indispensable para mí al que acudo sereno en busca de palabras que tejer.

Hoy me siento liberado de la tiranía de esas cosas que se convierten en importantes, porque el vivir así lo exige, para dedicarle un tiempo a mirar por mi ventana de nuevo en espera de que las palabras acudan a rellenar este espacio en blanco.

Estoy de pie y sostengo entre mis brazos a una princesa preciosa que ha venido a alegrar aún más, si cabe, nuestras vidas. Se llama Leire y vio la luz el mes de octubre cuando los árboles de la plaza que hay frente a mi ventana estaban perdiendo sus hojas, cubriendo el suelo con una alfombra parda para darle la bienvenida.

Leire huele a leche limpia y su piel blanca derrama ternura, ya tiene tres meses y me mira con unos ojos grandes y claros, la acerco a mi ventana y mira hacia la calle, todo le llama la atención, mueve la cabeza hacia todos lados, observándolo todo, mirándolo todo como queriéndose empapar de imágenes, está creando su mundo, poco a poco. Es inquieta, patalea y mueve los brazos, no para quieta un momento.

Ahora tengo la certeza de que estoy viviendo los momentos más valiosos de mi vida, completo de amor y mirando hacia el futuro con el deseo de ver crecer a estos dos tesoros, de poder hablarles, enseñarles a apreciar las cosas bellas de la vida.

Alguien me dijo una vez que si al final de la vida pones en una balanza las cosas buenas y las cosas malas que has vivido, siempre pesan más las cosas buenas, ahora sé que tenía razón. (Alcorcón 12/01/2017)

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