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Mari Loli

En aquel tiempo yo no permitía que me rompieran las ilusiones, las remendaba, era esclavo de mi libertad, inquieto, peleón y tenía el verbo fácil, parecía, como decía mi madre, que tuviese las palabras esperando detrás de las orejas para dejarlas salir en cuanto que abría la boca. Muchas veces eso me había causado problemas, pero ¿qué son los problemas sino las marmitas donde se macera la futura sabiduría? Militaba por entonces en un partido de más allá de las zurdas, junto a unos cuantos jóvenes locos que, como yo, estaban dispuestos a jugarse la vida por los que nunca se juegan nada.


Aquella tarde estábamos en el piso franco, así era como llamábamos a una boardilla inmunda que teníamos alquilada en Arenal donde, cuando el cielo se aliviaba, el agua chorreaba por las paredes y que nos servía, además de escondite y descanso para gente oculta en tránsito por la capital del dolor, para tener a buen recaudo a Mari Loli.


Era Mari Loli una vietnamita vieja que tenía un cantar tan metálico y desvergonzado que, a partir de la cuartilla cincuenta, teníamos que poner a todo volumen una radio, más vieja aún que Mari Loli, para que los vecinos no pensasen que se les caía el edificio. Además, la vieja militante escupía más tinta a nuestras manos que la que dejaba en el papel.


Aquella tarde salimos de allí unos cuantos con la tricolor enrollada a la cintura, la barba desafiante, los dientes apretados y la rabia amontonada en el pecho camino de la Gran Vía. Ibamos a señalar a los que habían teñido este país de azul y el despacho de Atocha de rojo. Cuando llegamos a la Gran Vía la habían pintado de gris. Nos estaban esperando. Yo tenía por costumbre, eran ya muchos saltos y carreras, dar el brinco en un lugar donde tuviera, al menos, dos puntos de escape. Era por lo que siempre elegía el escaparate de La Casa del Libro, a la izquierda la calle de la Salud, a la derecha, la calle Chinchilla, una u otra servían bien para escapar de los latigazos de los grises, o de la puerta trasera de una lechera. Al llegar al escaparate la vi, acurrucada contra su miedo cómo un gorrión asustado, la miré y dos puñales verdes me rebosaron el alma.


—¿Es tu primera vez? —le pregunté. Ella asintió con la cabeza.

—¿Has venido sola? — Asintió de nuevo.

Era enero y en Madrid enero corta con un cuchillo de hielo.

—¿Tienes miedo? —. Esta vez me dejó oír su voz trémula. —Mucho.

Me acerque a ella y abracé aquel cuerpo tembloroso intentando darle algo de calor y confianza mientras me preguntaba cómo se le había ocurrido acudir sola a aquella fiesta.

—Márchate — le dije, y me disparó un NO rotundo.

—¿Quieres saltar conmigo? — Asintió levemente con la cabeza.


“Asesinos”, fue el primer grito que también era la señal. La tomé de la mano y saltamos a la calzada. Mientras corríamos agité la tricolor que se rebeló en el aire como una ola de libertad mientras saltaba gente por todas partes. “Asesinos, asesinos”, “Vosotros fascistas sois los terroristas”. Cinco minutos más tarde comenzaron a sonar los estampidos, los botes volaban dejando una estela gris en el aire, las pelotas de goma rebotaban contra los coches. Había comenzado la primera carga, las máquinas de la represión con abrigo gris y porra negra cargaron contra nosotros. Me aseguré que la tenía bien agarrada y eché a correr hacia la calle Chinchilla, dos guardias nos cerraron el paso, giré buscando la Salud y la encontré libre, corrimos hacia El Carmen y bajamos a Preciados, y en la Blanca Paloma, en el piso de arriba y con un café caliente entre las manos me dijo que se llamaba Lucía mientras su fuego verde me quemaba las pupilas.


El segundo salto era en Sol pero las calles estaban usurpadas, dos policías pidiendo la documentación caminaban hacia nosotros, la arrinconé contra el único número de Rompelanzas y la besé, sus labios me invitaron a entrar y dentro de su boca nuestras lenguas se presentaron. Los guardias pasaron por nuestro lado más empeñados en segar claveles rojos que en separar amantes.


—Sácame de aquí que tengo frío —. Me dijo con la cabeza apoyada contra mi pecho subversivo.


Y en aquella boardilla que olía a tinta y a libertad, mientras en la calle los gritos contra el fascismo rebotaban contra las fachadas de los edificios de la Puerta del Sol, nos amamos Lucía y yo bajo la mirada muda de la vieja Mari Loli.


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