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Violeta

Esta mañana fría de noviembre, bajo un cielo de plomo que casi se tocaba con las manos, hemos enterrado a Violeta. Con los pies clavados en la tierra húmeda del cementerio, sintiendo el frio, que como una serpiente helada me subía por las piernas, vi cómo descendían el ataúd sujeto por dos cuerdas. El ruido sordo de la madera al golpear contra las paredes de la fosa golpeó mis sienes, mientras mis recuerdos viajaban hacia otro tiempo, hace muchos años…

Los recuerdos de mi prima Violeta están asociados a las calurosas horas de la siesta en agosto, al canto de las cigarras y al sopor, que tras una copiosa comida, envolvía mis sentidos. En las horas centrales del día, mi cuerpo solo deseaba abandonarse a la laxitud de los músculos, a ese estado entre el sueño y la consciencia, rodeado de los aromas del patio que penetraban en el dormitorio por la ventana. Olor a menta y a hierbabuena, a romero y albahaca, a tomillo limonero y a la colonia que usaba la prima Violeta.

Esos olores que invadían mi pituitaria se alojaron en un rincón de mi cerebro al que aún hoy, después de muchos años, acudo de vez en cuando buscando recuerdos de momentos de paz.

Vivía Violeta en la casa de mis abuelos, un caserón a modo de pequeño cortijo a las afueras del pueblo al que se accedía desde la carretera por un camino de tierra, entre cipreses altos que apuntaban a un cielo azul inalcanzable. Allí me enviaban mis padres cada verano cuando terminaba el curso. Mis tíos, los padres de Violeta habían muerto en un accidente de automóvil cuando ella aún no había cumplido los quince años. Eso hizo que Violeta abandonara Barcelona para irse a vivir con los abuelos al pueblo.

Dejó los estudios y se dedicó a cuidarlos, se encerró en la vieja casona y trenzó su vida a la de los ancianos; de modo, que cuando ellos murieron, y lo hicieron con cuatro días de diferencia, se quedó sola, con treinta y cuatro años y la juventud perdida en una estación de paso.

Había tenido Violeta varios pretendientes durante su juventud, pero a ninguno hizo caso. Con el paso de los años, en el pueblo, y en torno a su persona, se fue forjando una leyenda de mujer imposible, de fortaleza inquebrantable.

Era una mujer guapa, alta y morena, que paseaba por la casa un cuerpo bien formado, con las piernas esbeltas y torneadas, la cintura estrecha, las caderas anchas, y unos pechos que hacían volver la cabeza a los hombres cuando se cruzaban con ella por la calle.

Yo me enamoré de Violeta cuando tenía diez años, y la estuve amando en secreto hasta que con veinte años se cruzó en mi camino una rubita nerviosa y mandona que se convertiría en mi mujer.

Era mi prima dieciocho años mayor que yo. Su padre era mucho mayor que el mío, y como mi padre se casó pasada la treintena, mi prima era una mujer cuando a mi aún se me caían los mocos.

La primera vez que fui a veranear al pueblo tenía diez años. Hasta entonces habíamos vivido en Francia, donde yo había nacido. Tras muchos años de trabajo y con unos ahorros en la maleta mis padres decidieron volverse a España. Nos instalamos en Madrid. Mi padre compró un bar cerca de la Plaza del Carmen, y entre él sirviendo en la barra, y mi madre en la cocina, haciendo aperitivos, lo sacaron adelante con éxito. Para ellos era imposible marcharse de Madrid en el verano, con la afluencia de turistas en época estival el negocio se multiplicaba, por lo que decidieron mandarme al pueblo cuando terminaba el curso.

En el mismo momento que pisé aquella casa Violeta me adoptó para sí, se desvivía por mi, por hacerme agradable el tiempo que pasaba en aquel caserón. Ella fue mi compañera de aventuras en aquella casa grande que recorríamos durante horas, investigando en las habitaciones, en la cuadra, en ese desván que en poco tiempo se convirtió en nuestro escondite. Éramos cómplices de mil secretos, nos reíamos a hurtadillas, escondiéndoles a los abuelos nuestras correrías que ellos veían con agrado.

De aquél primer año recuerdo una noche que se había desatado una tormenta, Violeta vino a mi cuarto a ver como estaba y me encontró encogido en la cama, sudando y temblando; me abrazó, me dijo que me tranquilizara y se acostó conmigo. Y envuelto en su olor a limpio y a leche fresca, volaron los miedos y me abandoné en brazos del sueño.

Cada año esperaba impaciente la llegada del verano, los exámenes finales, las notas, y por fin, el día que mis padres me llevaban a la estación para marcharme al pueblo. Cuando el autobús bajaba la cuesta se veía el pueblo a lo lejos, a la derecha de la carretera, y en el cruce, la marquesina de la parada y Violeta esperando mi llegada.

En cuanto ponía el pie en el suelo se abalanzaba sobre mi llenándome de besos que restallaban como látigos en mis mejillas, y con palabras atropelladas me decía lo que había crecido y lo guapo que estaba. Yo me sentía azorado y se me subían los colores, pero me gustaba que me abrazara. Una ola de emoción recorría mi cuerpo y un cosquilleo se alojaba en mi estómago, sensaciones que más tarde identifiqué como una mezcla de devoción, amor y deseo.

El año que cumplí los dieciséis fallecieron mis abuelos, primero fue él, un día se acostó, y por la mañana, cuando mi abuela se despertó se lo encontró frío como el mármol. Unos días después murió mi abuela de la misma forma. Todo el mundo en el pueblo decía que se había muerto de pena, y así debió ser, su corazón no aguantó que se le fuera la mitad y se paró.

Aquél verano estuve a punto de no ir al pueblo, mis padres no querían que fuese una carga para Violeta, pero ella insistió tanto que mis padres al fin accedieron.

Cuando bajé del autobús, la mujer que encontré bajo la marquesina era otra. Vestida de negro, algo más delgada y con los ojos vidriosos de las lágrimas. Se acercó a mí y me abrazó llorando.

Con el paso de los días Violeta pareció florecer de nuevo, se la veía más alegre y dicharachera, recorriendo la casa, sacudiendo alfombras, abriendo ventanas, como si quisiera que el aire nuevo se llevase la pena, que con la muerte de los abuelos, se le había trabado en el pecho.

Una noche, después de cenar, nos sentamos en el salón, ese que nunca se usaba porque la vida en la casona se realizaba alrededor de la cocina. El salón, sus sillones altos y mullidos, la mesa de madera lustrosa y la alfombra de lana espesa perecían reservados para algún acontecimiento extraordinario que nunca se produjo. Esa noche lo hicimos nuestro. Violeta me hablo de su soledad, de la inutilidad de su vida, del sacrificio que había supuesto para ella abandonar la juventud para dedicarla a los abuelos. Pero en su voz no había el más mínimo reproche ni lamento, sólo el deseo de compartir conmigo lo que llevaba dentro. Yo por mi parte, pobre adolescente incauto, le dije que no estaba sola, que allí estaba yo, y que siempre estaría a su lado. Me miró a los ojos y me sonrió, esa sonrisa gritaba en silencio todo el amor que sentía por mí mientras en sus ojos se dibujaba la resignación que provoca la soledad.

Se levantó, se sentó a mi lado, me acarició la cabeza y me atrajo hasta su pecho. Así, recostado, como aquella noche de tormenta, y envuelto en ese olor que me calmaba, me quede dormido.

Los años volaron y se llevaron nuestro tiempo de verano. Acabé mis estudios, conocí a mi mujer y tuvimos nuestro primer hijo. Nunca podré olvidar los ojos de Violeta cuando se lo llevamos al pueblo para que lo conociera, cuanto amor en ese regazo que lo sostenía. Después nació nuestra hija, Violeta. Fueron ellos los que tomaron el testigo de los largos veranos en aquella casa, rodeados de aromas eternos, de risas, y del incondicional y desbordado amor de Violeta.


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