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El pelo

Otra bronca. La voz punzante de su mujer había conseguido lo que conseguía siempre, hundirle en una tristeza angustiosa.

Se había levantado temprano, con mucho cuidado para no molestarla. Se había aseado en silencio, con atención de no hacer ningún ruido que pudiera despertarla. Cada noche dejaba la ropa preparada en el salón para, una vez abandonado el dormitorio, no tener que entrar de nuevo y violar el último sueño de su mujer, que al parecer le era el más placentero. Mientras se vestía pensaba en el castigo que era aguantar todos los días los humores ruines de Perpetua.

Sentado en la cocina ante un café con leche oyó los primeros ruidos procedentes de la habitación. La fiera se desperezaba. La imaginaba caminando torpemente en dirección al baño cuando un grito miserable rompió el sagrado silencio de aquella casa. ¿Qué pasa ahora? Se preguntó con angustia. Su memoria inmediata le susurró al oído: —Te has dejado la toalla de baño encima del bidet.

Un vendaval de insultos anticipó su entrada en la cocina.

—Maldito inútil, ¿para esto me mato yo por tener toda la casa ordenada? — Y sin mediar ni una sola palabra más le lanzó la toalla que, antes de impactar contra su rostro, volcó la taza de café que estaba sobre la mesa derramando todo el líquido caliente sobre sus pantalones.

Alejo observó en silencio como se alejaba por el pasillo, segundos después oyó un sonoro portazo. Una voz en su interior le dijo que, si quería tener la fiesta en paz, tendría que irse a trabajar con la mancha de café en los pantalones. Por nada del mundo iba a volver a entrar en el dormitorio.

Con la cartera intentando taparse la mancha, que le ocupaba desde la bragueta hasta mitad de la pierna, caminaba Alejo pensando que él no se merecía un trato así. Eran veinte años de matrimonio, veinte años aguantando los gritos de Perpetua y sus menosprecios. Jamás le había levantado la voz, él siempre la había respetado, al fin y al cabo él se lo había buscado. Un noviazgo corto en una oscura ciudad de provincias con una muchacha que, hasta la noche de bodas fue dulce y callada, había hecho que desoyera los consejos de su difunta madre cuando le decía: —Alejo, hijo, esa mujer no te conviene, esa es una loba disfrazada de cordero y tú tienes muy poco espíritu. Si, tenía poco espíritu, pero tenía un buen puesto como arquitecto del ayuntamiento. Al final sucumbió y en la misma noche de bodas la mosquita muerta se convirtió en una avispa.

Durante el primer año de matrimonio sus encuentros carnales se limitaron a una vez al mes, con el único interés de que Alejo pusiera dentro de Perpetua la semilla para que un retoño asegurara aquella unión. Pasado el año, y al ver Perpetua que la semilla no prendía, optó por dejar a un lado los encuentros, quitó la cama de matrimonio y la sustituyó por dos camas con un abismo entre ellas.

Alejo se resignó a ser una sombra en su propia casa, se limitaba a salir a trabajar y volver más harto que cansado. Días, meses y años sin ver una sonrisa, ni una caricia, ni tan siquiera una palabra amable con que regalarse el oído.

¿Qué diferencia había entre vivir en soledad o vivir en aquella casa? Muchas veces había pensado pedirle a su mujer el divorcio, y las mismas se había arrepentido, convenciéndose a sí mismo que ella nunca accedería. El orgullo de Perpetua quien, ante sus amistades, se ufanaba de disfrutar un matrimonio donde el respeto y la fidelidad de ambos conyugues era de la admiración de todos, no se lo iba a permitir. Tan sólo existía un motivo que hubiese hecho que Perpetua se lanzara contra su cuello esgrimiendo la espada de la desunión, la infidelidad de su marido.

Todo esto lo pensaba Alejo mientras caminaba por la calle, el sol era radiante, la primavera había hecho su aparición cómo por arte de magia. Las madres caminaban presurosas con los niños de la mano camino del colegio, los comerciantes abrían los cierres de sus negocios con una sonrisa, las muchachas caminaban alegres. La primavera había llegado y la ciudad se desperezaba del largo sueño del invierno.


Justina estaba sentada en el balcón, los rayos del sol le calentaban la cara mientras oía el bullicio de la calle. Con la mirada perdida en el horizonte, para ella inmenso, para los demás, apenas diez metros hasta el edificio de enfrente; palpaba con la mano derecha una mesita de madera en busca de su cepillo para el pelo. Justina no lo veía, pero era un cepillo hermoso y muy antiguo que perteneció a su bisabuela, quien se lo había regalado a su abuela cuando se casó y ésta a su madre. Y cómo su madre había fallecido cuando ella aún no había cumplido los diez años, era ella ahora la que disfrutaba dos veces al día, una vez por la mañana y otra por la noche, del placer de cepillarse la larga cabellera que, del mismo color que tiene el trigo en verano, le caía hasta la mitad de la espalda. Cuando sus dedos rozaron el mango del cepillo Justina se sonrió, cepillarse el pelo era uno de los placeres que el cielo le tenía reservado, el otro era oír la voz de su padre cuando, después de cenar, le leía en voz alta historias que hacían que su imaginación volase mas allá de los estrechos límites de su mundo y la hacían suspirar llena de emoción.

Aquella mañana estaba especialmente alegre. Justina se cepillaba solemnemente, deslizando el cepillo con firmeza desde el nacimiento del pelo hasta la nuca para después, con un gracioso giro de muñeca, alzar el brazo levantando el cabello en el aire para después dejarlo caer mansamente hasta descansar de nuevo sobre su espalda. Era una danza sensual que Justina acompañaba entonando una canción que su madre cantaba a menudo y que nunca había perdido entre los recovecos de su memoria:


Marinela, Marinela

con su dulce cantinela

se consuela

de un olvido maldecido,

Mari, Marinela.

Campesina, Campesina

como errante golondrina

cantarina, vas en busca de un amor.

Dulce golondrina

que al azar camina,

tras un sueño engañador...


Hizo el azar, o el capricho, o el destino, ¿quién sabe?; que Alejo se detuviera bajo el balcón donde Justina cantaba, quizás agotado por sus oscuros pensamientos, y oyera la cálida voz de la joven en el instante preciso en que un atrevido golpe de aire soltaba del cepillo dos largos cabellos rubios cómo el oro que flotaron en el aire, yendo a caer, uno de ellos, sobre el hombro y la espalda de Alejo, quien con los ojos cerrados disfrutaba de aquel momento con la intensidad con la que un náufrago se aferra a la tabla salvadora. Entre aturdido y hechizado por el terciopelo de aquella voz angelical, Alejo cruzó la calle con la intención de localizar el lugar desde donde provenía tan delicado canto, pero no pudo ver nada, sólo pudo seguir oyendo aquella canción hasta que el silencio le hizo volver a su realidad.


Sentado en su despacho pensaba en cómo aquella voz había domeñado la ansiedad que le asolaba, la verdad es que estaba tranquilo. No es que se hubiese acabado su problema, no, pero al menos se había topado, por casualidad, con algo que había amortiguado la zozobra que lo mantenía preso desde que salió de su casa. Había sido feliz durante unos instantes. Al fin y al cabo él era un hombre templado y sólo eso buscaba, vivir una vida sin estridencias y en paz consigo mismo.

De vuelta a su casa volvieron a asaltarle los fantasmas de la angustia, temiendo, como era costumbre, que a Perpetua no se le hubiese olvidado el error que había cometido y volviera de nuevo a hundir sus dardos envenenados en su pobre corazón, ya cuajado de cicatrices. Cuando entró en la casa sintió la atmósfera pesada, la negatividad flotaba en el ambiente cómo una niebla espesa y fétida que le asfixiaba. Se paró delante de la puerta del salón sin atreverse a entrar.

—¡Alejo!, ven aquí inmediatamente —. Obedeció.

Sentada en un sillón, delante de una televisión que cacareaba incesantemente voces ajenas que discutían acaloradamente, estaba sentada Perpetua.

—Eres despreciable Alejo. ¿Quién me mandaría a mí casarme contigo?, con lo bien que yo vivía.

No pudo soportarlo más, no le iba a dar la ocasión de que volviera a humillarle, no quería oír más esa voz que se le incrustaba en el cerebro y le hería la razón. No la quería oír, no la quería ver, no quería estar allí. La miró fijamente a los ojos y a Perpetua se le heló la verborrea, tomó fuerzas de donde no sabía que las tenía y dándose media vuelta le dio la espalda. Como símbolo de rebelión, como muro de defensa contra las embestidas de su mujer le ofreció su espalda para que descargara su ira.

Perpetua se levantó del sillón ofendida por el gesto de Alejo, cuando llegó a su altura, su rabia era tan inmensa que levantó el puño dispuesta a asestarle un golpe que le hiciera reaccionar. Fue cuando lo vio, brillando bajo la luz de la araña del salón, un cabello rubio que descansaba, sinuosamente provocador, desde el cuello de la chaqueta de Alejo hasta el final de la espalda. Entonces gritó y gritó hasta desgañitarse perdiendo la compostura.


Cada tarde su padre vuelve del trabajo, mientras le besa en la frente le deja encima de las rodillas una rosa roja que, desde hace seis meses, encuentra cada día asomando en el buzón, Justina no la ve, pero se la imagina hermosa. Cada día se pregunta quién le dejará esa flor, pero no tiene respuestas porque Justina no sabe que, durante semanas, un hombre se paraba cada día en la calle para oírla cantar, tampoco sabe que ese mismo hombre no cejó hasta que averiguó de donde provenía aquella voz que le procuraba tanta armonía. También ignora que ese hombre alquiló un piso en el edificio frente al suyo y que cada día se asoma al balcón para oírla cantar mientras se peina.

Lo de la rosa, sólo es el agradecimiento de Alejo por regalarle una coartada para recuperar su felicidad.


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