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Mal fario

A Bademio lo abandonaron a las tres de la madrugada del trece de diciembre de mil novecientos sesenta, a las puertas del convento de las Hermanitas de la Encarnación. Aquel niño blanquecino, con la piel casi transparente, flaco, y envuelto en una toquilla de lana con más agujeros que puntadas, solo llevaba consigo una carta que le habían dejado entre los pliegues de la toquilla; hasta el cordón umbilical lo tenía sujeto con una pinza de la ropa. Sor María de la Piedad, la monja portera que lo recogió, lo acunó contra su pecho y salió corriendo por los pasillos del convento dando voces, llamando a la madre superiora.

El amanecer sorprendió a las monjitas, vestidas con sus camisones de lienzo moreno, haciendo corro alrededor de aquella criatura, que el Señor, en toda su misericordia, les había regalado. Discutían si quedarse o no con el niño, unas se preguntaban si había que dar aviso al cuartel de la Guardia Civil, otras se cuestionaban cómo alimentarlo, otras decían que había que pedir dispensa al obispo. El tono, que había comenzado como un susurro, alcanzó tal dimensión de escándalo, que la madre superiora, con un grito seco, las hizo callar a todas.

Con las hermanas ya en silencio, se dispuso la superiora a abrir el sobre que había caído de entre la tela mientras desnudaban al bebé. Era una carta que a petición del resto de la congregación la madre leyó en voz alta. La nota era tan escueta cómo cruel:

‹‹Les dejo este niño, nacido del pecado, porque tiene mal fario y mi gente no lo quiere, yo no lo puedo tener conmigo. Se llama Bademio››

Algunas de las monjitas sollozaban por el infortunio del pobre niño, otras indignadas emitían insultos a esa desalmada que había abandonado a la criatura. La madre Inés del Santo Cristo, que así se llamaba la superiora, tomó al niño en sus brazos, se lo acercó al pecho y lo acunó con suavidad. El pobre Bademio, hambriento, acercó su boquita hacia el pecho de la monja con desesperación. Esta al verlo con ese ansia, y no teniendo nada que darle; a sabiendas que a un recién nacido no se le puede dar leche de vaca, que era la única leche que tenían en el convento, y pensando que de alguna forma habría que calmar a ese querubín que el Señor había puesto en sus manos, se desabrochó el nudo de la cinta que cerraba el camisón y sacando un brazo por el cuello de aquella prenda grande, blanca y holgada, dejó al descubierto su pecho izquierdo.

El instinto con el que nacemos, el de mamar, hizo que aquel ángel acercara su boquita al pezón ofrecido y comenzara a mamar. Al principio chupaba torpemente, después con avidez, mientras las monjas observaban asombradas aquella escena de ternura infinita. Un rato estuvo Bademio chupando y chupando, hasta que se quedó dormido con el pezón de la madre superiora en la boca, y esta, al retirarle la teta de la boca observó sorprendida como caían de su pecho unas perlas de leche blanca, mientras el resto de las monjas se santiguaban y arrodillaban exclamando al unísono: “Milagro, milagro”.

Aquello fue la revolución. Que la madre superiora, con sesenta y cuatro años, hubiese dado leche a ese niño, era algo que rayaba en el prodigio. Se alzaron voces diciendo que había que avisar a Roma que en aquel humilde convento había una santa. La madre superiora haciendo uso de su autoridad las mandó callar, diciéndoles: ―No hay que precipitarse, ni obispo, ni papa, ni Roma, hay que averiguar si el milagro, viene de mí o de este niño que Dios ha querido que nos dejen en nuestra puerta.

Así que al día siguiente, fue la hermana portera, la que había recogido al niño y que se creía con todo el derecho de ser la primera en probar la santidad de la criatura, en presencia de toda la comunidad, se sacó de entre las sayas un pecho enorme que Bademio en seguida tomó entre sus pequeños labios mamando con fruición, para soltarlo, al final, satisfecho como si de un cerdito se tratara, hasta un sonoro eructo dejó salir de su pequeño estómago para júbilo y aplausos de las monjas presentes en el cónclave. Y así fue como se fueron turnando una a una de las hermanas, las jóvenes y las menos jóvenes, las viejas y las más viejas, en la labor de alimentar al pequeño. Y a todas les subía la leche cuando Bademio mamaba, y a todas se les retiraba cuando dejaba de mamar.

Temerosas de que le quitaran a aquel pequeño, que había traído la alegría a aquel frío y triste convento, callaron su hallazgo, acordaron no decirle nada a nadie, ni siquiera al confesor que cada semana las visitaba para oír sus ínfimos pecados. Y criaron a aquel niño con todo el amor que no tuvo de sus padres.

Cuando cumplió los seis años, la madre superiora decidió que Bademio no podía seguir en el convento, y con todo el dolor de su corazón y los ojos llenos de lágrimas lo entregaron a un colegio que la Compañía de Jesús, tenía en la misma ciudad.

En el colegio, la vida de Bademio cambió por completo, pasó a ser uno más entre los alumnos internos, con la única diferencia de que siempre estaba solo, ningún niño se acercaba a él desde que se enteraron que su madre le había abandonado porque traía mala suerte. La verdad es que la suerte no acompañaba al zagal, si aparecía por la cocina, se cortaba la leche; si tocaba a un compañero, este se caía y se rompía algún hueso; se le caían las cosas de las manos; tropezaba continuamente con cualquier cosa. Y él mismo empezó a pensar que era cierto, que traía mal fario, y se convirtió en un muchacho supersticioso. Evitaba los gatos negros; nunca pasaba debajo de una escalera; si tiraba el salero, inmediatamente se echaba un pellizco de sal por la espalda; una vez que rompió un espejo estuvo escondido en un rincón, llorando desconsolado, durante tres días; cuando salía de su cuarto cada mañana, tenía buen cuidado de hacerlo con el pie derecho; y regañaba, los días de lluvia, a sus compañeros e incluso a los padres jesuitas, si entraban bajo techo con el paraguas abierto.

En los estudios, Bademio era aplicado, hacía los deberes, respondía a los profesores siempre que le preguntaban y estudiaba en la biblioteca mientras sus compañeros jugaban al futbol en el patio. Poco a poco con el paso de los años el chico se fue haciendo hombre y se fue encerrando dentro de sí mismo, creó una burbuja invisible donde se encontraba cómodo y donde nadie le molestaba. En esos años había leído todo lo que cayó en sus manos apilando los conocimientos en su cabeza, formando su personalidad y su criterio. Lo que no pudieron arrebatarle los libros fueron sus manías y sus supersticiones.

Pasó el bachillerato y viendo los jesuitas que Bademio había sacado las mejores notas de toda su promoción le procuraron una plaza en una universidad en Madrid regentada por la orden, pero Bademio, contra todo pronóstico de sus profesores, que veían en el a un médico o a un ingeniero, declinó el ofrecimiento pidiéndole a los padres jesuitas que le enviaran a estudiar a un centro de formación profesional que la orden tenía en la capital. Accedieron a los ruegos del muchacho y a los pocos años Bademio salió de aquel instituto convertido en un flamante relojero.

Tuvo la ventura de colocarse en una famosa relojería de la calle Mayor, a la que acudía cada día. Se sentaba ante su pupitre, se colocaba la lupa en el ojo y arreglaba todos y cada uno de los relojes que le llevaran. Le apasionaba su trabajo, la precisión de aquellas minúsculas maquinarias, la exactitud con la que estaban realizados aquellos pequeños engranajes, la capacidad que tenían aquellos ingenios para domeñar y ordenar el tiempo, dividiéndolos en horas, minutos y segundos con total precisión.

Un día que estaba ensimismado arreglando un viejo reloj de carrillón, miró hacia la cristalera de la tienda y pudo ver a la chica más bonita que jamás hubiera visto, que detenida frente al escaparate, miraba las joyas y los relojes que allí se exhibían. Se le cayó la lupa del ojo y se quedó embobado admirando la perfección de aquellas facciones, esos ojos grandes, esa nariz un poco respingona, esa boca carnosa, y ese pelo negro y ondulado. La chica se marchó, él la siguió con la mirada hasta que el cristal interior del escaparate le impidió asomarse más, cuando volvió en sí de su sueño privado, dos de sus compañeros le miraban con una sonrisa en el rostro.

No habían pasado tres días, en los que no había podido dormir sin ver el rostro de aquella chica cada vez que cerraba los ojos, cuando la volvió a ver en el mismo sitio, detenida frente al escaparate. Los compañeros le animaron a que saliera y hablara con ella, él se armó de valor, se quitó el delantal de piel de gamuza, cogió la chaqueta y salió a la calle, pero la chica ya se había marchado. La buscó afanosamente con la mirada, hasta que divisó a una decena de metros la melena negra de aquella belleza ondeando orgullosa. Caminó tras ella pensando en alcanzarla y hablarle, pero no sabía qué decirle, así que la siguió. Tras atravesar un par de calles vio cómo se introducía en un establecimiento, se situó en una esquina desde donde podía verlo todo y pudo observar, como se sentaba tras un mostrador para atender a los clientes, fue cuando reparó en que el establecimiento era una administración de lotería.

―Nunca será para mí ―exclamó en voz alta. A sabiendas de su mala estrella, pensó que jamás podría ponerse la suerte de su lado para que aquella belleza se fijara en él. Cuanto más la miraba más se convencía de la imposibilidad de su sueño, entonces ella levantó la cabeza, miró a través de los cristales hacia el lugar donde él se encontraba y sus miradas se cruzaron.

Se decidió a entrar en aquel sitio para hablarle, caminó en dirección a la puerta de la administración de loterías y cuando llegó se encontró con que, mientras él estaba ensimismado mirando a aquella chica a los ojos, unos empleados de la compañía telefónica habían colocado frente a la puerta una escalera de madera poyada contra la pared, si quería entrar en aquel local tendría que pasar debajo de aquella escalera. Durante un instante se quedó paralizado, pero se dijo para sí que tenía que ser valiente y con los ojos casi cerrados, pálido y con un sudor frío que le caía por la espalda pasó por debajo de aquella escalera para detenerse delante de la puerta del local y ¡horror!, las puertas eran de espejo y una de las hojas estaba rota. Pensó que los hados estaban en su contra, aun así, haciendo un esfuerzo ímprobo empujó la puerta y pasó a su interior. En seguida la vio sentada tras el mostrador, mirándole con esos ojos intensamente negros. Mientras la miraba ensimismado, percibió un movimiento al lado de la chica. Un calor intenso le subió desde el cuello a la cabeza y a punto estuvo de tambalearse y caer redondo al suelo; un gato negro como la noche, estaba sentado plácidamente al lado de aquella belleza, mientras ella le acariciaba el lomo con cariño. Eso era demasiado para él, tenía que salir corriendo de aquel maldito lugar que era el “Olimpo de las maldiciones”; agachó la cabeza vencido, las lágrimas forcejeaban por salir de sus ojos, pero aguantó. Se esforzó por dar el primer paso, nunca su voluntad había sido tan firme. Cuando llegó al mostrador, miró al gato negro a los ojos, el felino venció la mirada y giró la cabeza hacia otro lado. Bademio percibió en ese gesto una rendición, como si la mala suerte que portaba aquél animal se rindiera a su determinación y se dirigió a la chica:

―Me das un décimo de lotería.

―Alguna terminación en especial ―le preguntó ella, acariciándole con la mirada.

―El que tú elijas estará bien, hoy confío en mi suerte ―le respondió él―, ¿Te tomarías un café conmigo después de que termines el trabajo?

Ella tardó unos segundos en tomar una decisión que a Bademio le parecieron horas.

―Si ―le respondió―, cerramos a las ocho de la tarde.

―Te estaré esperando en la puerta.

Y se marchó, con el corazón corriendo delante suyo, sin saber que el sábado siguiente, durante el sorteo de la Lotería Nacional, la bola que tenía impreso el número que aquella chica le había dado, se peleaba contra otras miles de bolas, idénticas a ella, hasta situarse en el lugar adecuado, preparada para salir cuando cantaran el premio gordo.


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