Un equipaje liviano
Había metido dentro de una bolsa de viaje dos pantalones, una falda, dos camisas, cuatro camisetas, una sudadera, tres pares de medias y dos de calcetines, dos sujetadores y cuatro bragas. En un pequeño neceser un cepillo de dientes, una barra de labios y una sombra de ojos.
Antes de salir por la puerta se puso el abrigo y se vació los bolsillos, dejó sobre la consola del recibidor el teléfono móvil y las llaves de la casa para dejar sitio a lo único que necesitaba, el valor y la esperanza.
Salió a la noche llevando sólo eso, un equipaje liviano, dejando atrás lo más pesado: los insultos, el desprecio, el agotamiento, la desgana, la incomprensión, la culpa y lo más infame, el terror. Todo eso lo había abandonado encima de la cama, al lado de aquel hombre que dormía satisfecho y al que alguna vez había amado.
A medio camino entre el infierno y la libertad se detuvo un momento, se había olvidado de algo… el maquillaje, el que utilizaba para cubrir los moratones se lo había dejado encima del lavabo.
—Es igual — se dijo — ya no lo voy a necesitar.