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Con la misma moneda (Los diarios del miedo)

Está lloviendo. Las gotas frías golpean contra mi cara mientras siento que de la cabeza fluye un manantial de sangre tibia que resbala hasta inundarme el ojo derecho. Tengo las piernas entumecidas, no las puedo mover sin sentir un dolor tremendo e intransigente. Me voy a morir solo, en la oscuridad de este barranco donde me han abandonado.


En el momento en que nuestras miradas se cruzaron supe que aquella mujer sería mi perdición. Estaba bailando en el centro de la pista de un burdel de carretera, situado entre la nada y el olvido, al que solía acudir de vez en cuando en busca de una mujer que me hiciera subir al séptimo cielo. A su lado, una mulata se contoneaba mientras apoyaba sus manos en las caderas de aquella rubia de ojos como el mar de Cartagena. Ella se dejaba hacer, el movimiento ondulante de sus caderas atrajeron mi mirada y sus ojos me dejaron clavado en una butaca alta, de espaldas al mostrador, sordo a la voz del camarero que me preguntaba qué quería tomar.

Cuando terminó la canción se acercó y se sentó a mi lado, la miré y pude observar como sus piernas infinitas, de una blancura casi transparente, se cruzaban una sobre otra, mostrándome un muslo que invitaba a una caricia. La invité a una copa y me lo agradeció con un guiño que se me clavó en la garganta. No le dije nada y ella no me lo pidió, al rato salimos a la calle a fumarnos un cigarrillo, y cuando el fuego consumió el tabaco convirtiéndolo en ceniza, tiró la colilla al suelo y la pisó con la suela de unos zapatos rojos con tacón de aguja y altura de vértigo, después se acercó a mí, me tomó las manos, me atrajo hacia ella y me dio a probar sus labios que sabían a fresa y tabaco de Virginia.

En una habitación con una luz roja y una cama, jugué a un juego al que sabía que iba a perder. Se me ofreció como una fruta madura y yo la disfruté con el placer que se saborea lo prohibido mientras nuestros cuerpos se retorcían en una danza imposible.

Embriagado de sudor le dije que se viniera conmigo. La esperé en el coche hasta que las luces de colores, que adornaban la fachada de aquél sitio, se apagaron y la vi salir de aquel antro, envuelta en una piel que no era la suya pero que multiplicaba su atractivo.

Conduje de vuelta a la ciudad, sin prisas, mirándola de reojo como se recomponía el maquillaje y se pintaba los labios con un carmín rojo como la sangre. Me dijo si quería acompañarla a una fiesta que daba una amiga en su casa. Asentí. Atravesamos Madrid y tomamos dirección norte. Me hizo salir de la autovía por una carretera secundaria que serpenteaba entre un bosque de pinos, unos kilómetro más adelante abandonamos la carretera por un camino sin asfaltar que acababa frente a una casa. Un chalet de dos plantas con las luces de la planta inferior encendidas.

Al salir del coche se abalanzó sobre mí y me besó mientras se apretaba contra mi cuerpo. Me tomó de la mano y me llevó hacia la puerta, llamó con los nudillos y a los pocos segundos la puerta se abrió. Lo que vi ante mis ojos me dejó de piedra, una mujer de ébano vestida con un traje de cuero ajustadísimo nos franqueó el paso, cuando mi acompañante pasó a su lado la tomó del brazo y atrayéndola hacia sí, la besó en los labios.

La visión de esas dos bellezas besándose me excitó, me hicieron pasar al salón donde otras dos mujeres hermosas bailaban en el centro al son de una música embriagadora. Me hicieron sentarme en un sofá amplio y cómodo y me pusieron en la mano un vaso de wiski. A esas alturas yo estaba convencido de que era un hombre con suerte que había caído en el sitio adecuado en el momento adecuado, aquello era una fiesta privada de cuatro mujeres con ganas de divertirse y me habían elegido a mí para satisfacer sus más oscuros deseos. Me tomé esa copa y otra más, las cuatro mujeres bailaban para mí, sus movimientos lascivos, sus caricias, me excitaban hasta llevarme al límite. De vez en cuando una de ellas se acercaba, se sentaba a horcajadas encima de mí y me besaba en la boca mientras se restregaba contra mi cuerpo.

Perdí la noción del tiempo y mi mente se nubló, cuando desperté tenía frío y un fuerte dolor de cabeza. No me podía mover, estaba amordazado y atado a una silla de ruedas en una habitación oscura y húmeda. Cuando pude aclarar mis pensamientos quise gritar, pero solo un sonido apagado salió de mi boca, la mordaza de gasa que me habían puesto me dificultaba la respiración y apagaba mis gritos. ¿Qué me había sucedido? ¿Por qué me encontraba en aquella situación? ¿Quiénes eran aquellas mujeres? Eran preguntas que no tenían respuesta.

No sé el tiempo que estuve allí, fuese el que fuese a mí se me hizo eterno, me oriné encima varias veces, tenía las piernas y los brazos entumecidos, la espalda me dolía de estar tantas horas sentado en esa posición incómoda.

Oí ruidos de puertas abrirse y voces que no reconocí. De pronto, una puerta se abrió dejando pasar una luz que me cegó, alguien entró, se situó a mi espalda y empujó la silla de ruedas hacia el exterior de la habitación, atravesamos un pasillo largo y entramos en un salón amplio que en seguida reconocí como el mismo donde había estado anteriormente. En el centro habían puesto una mesa con tres sillas, la del centro estaba vacía y las de los lados estaban ocupadas. Una por la rubia que me había llevado hasta la casa, la otra por la mujer de color que nos abrió la puerta. Me situaron delante de la mesa, yo intentaba gritar, desde mi interior les insultaba, les interrogaba preguntándoles qué querían de mí, pero solo obtuve de ellas una sonrisa silenciosa.

Oí el ruido de un motor acercándose a la casa, alguien llamó a la puerta. Desde mi posición no podía ver quien era la persona que había entrado. Quien fuera, al pasar detrás de mí y apoyó su mano en mi hombro, después se acercó a la mesa. Cuando se dio la vuelta un escalofrío me recorrió la espalda. Era mi mujer.

No me lo podía creer, mientras mis oídos se hacían eco de las palabras que Ana iba pronunciando, mi cerebro trabajaba a marchas forzadas pensando cómo podría salir de aquella situación. Sentada frente a mí, con voz firme, leía las páginas de un diario de tapas de piel donde tenía anotados cada fecha, cada insulto, cada bofetada, cada patada y cada paliza que le había propinado durante doce años. Impertérrita, fría, segura; como nunca la había visto. Entonces me pregunté dónde estaba ese ser débil que era incapaz de levantar la voz, que andaba encogida por la casa sin hacer ruido por no molestarme. Y la vi alta, fuerte y segura, su mirada había cambiado, su piel ya no estaba ajada. La vi atractiva, tanto, que pensé que podría enamorarme de ella, que podría conquistarla de nuevo. Pero ya era tarde.

Aquella especie de tribunal, en el que se me permitió la misma defensa que yo le había concedido a ella, el silencio, pronunció el veredicto. Culpable. Y la sentencia, morir como había hecho vivir a mi mujer, con dolor y con miedo. Luego vinieron los golpes. Me rompieron las piernas y los brazos, y un tremendo golpe en la cabeza me hizo perder el sentido.


Los latidos de mi corazón, que siento en las venas de mi cuello, son cada vez más débiles, ya no siento dolor, solo miedo, un miedo infame y un sabor caustico en el fondo de la boca, el aire no llena mis pulmones y se me nubla la vista. Después, la nada.


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