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El esclavo

Aquella noche íbamos borrachos de juventud, habíamos estado bebiendo hasta que cerraron todos los bares del barrio; éramos los príncipes de la calle y no queríamos acostarnos, teníamos hilvanado a nuestra espalda el vicio por el trasnoche. A Roberto se le ocurrió ir a tomarla al único sitio que estaba abierto a aquellas horas, a casa de ‹‹La Gabriela››; un serrallo de mala muerte a la vera del río, más allá de donde esta ciudad entre matada y muerta se desdibuja, y por la que paseábamos nuestra miseria los que aún estábamos estudiando y no teníamos ni donde caernos muertos. Pesado como era por naturaleza, al final nos convenció, nos dijo que allí servían el alcohol barato y nada más eso vendía, porque las mujeres, casi se te regalaban. Cuando entramos en aquella chabola, que olía a garrafa rancia y a hembra picante, nos quedamos parados en la puerta; en la barra había tres borrachos abrazados a dos mujeres bravas, otra detrás de la barra recostaba su humanidad con cara de aburrimiento, y otras dos mujeres añejas estaban sentadas en unas sillas de enea más viejas que ellas. Nos sentamos a una mesa y bromeamos, nos reímos a carcajadas, éramos jóvenes, amos de la risa fácil y el verbo diestro. Al oído del escándalo que formábamos se nos acercó un gigante para pedirnos respeto; era el guardián del sitio, ni amo, ni dueño, solo el que guardaba a las putas y el que vigilaba que ningún borracho se meara dentro del local. Un negro grande como un ómnibus y recio como una roca que andaba por la cincuentena; hicimos que se sentara con nosotros y le invitamos a unos tragos. No recuerdo en que momento de la noche ni el motivo, pero a aquel negro grande se le disparó la lengua y nos contó la historia más increíble que jamás habíamos oído. Se llamaba Nerón y había nacido esclavo cuando decían que ya esclavos no había, allá por los años en que Batista reinaba en Cuba, antes de que el Fidel y el Che le movieran las patas del trono. Su madre lo parió en una plantación de tabaco mientras colgaba manojos de hojas en el secadero. El amo era el hijo de una familia española, llegada a Cuba hacía más de cien años; les llamaban los Cortijo, y era amo de látigo que acostumbraba a recorrer las tierras montando un caballo tordo. Nerón creció fuerte y sano, fino de figura y elegante de porte, y por eso, cuando cumplió los trece años el amo se fijó en él. Dos días llevaba su madre llorando en el tabacal y su padre maldiciendo su suerte, cuando por la noche le sacaron de su choza, se lo llevaron a la casa grande y lo metieron en una habitación del sótano. Al día siguiente el amo, acompañado del médico, entró en la habitación, le hicieron que se tumbara en el catre y le durmieron con cloroformo. Cuando se despertó, el dolor era terrible; una anciana sentada al lado del catre le secaba el sudor y le daba de beber un mejunje espeso y amargo que le mantenía medio adormilado. — ¿Qué me han hecho vieja que me duele tanto? —le preguntó a la mujer. —Te han capado mi niño —le dijo ella— Te ha elegido el amo para que seas el lacayo de la niñas. A nosotros se nos agrió la risa al oír a aquel negro contarnos que era hombre pero no varón. Yo pensaba que eso no podía pasar en el siglo este en que el hombre había pisado la luna, pero así era. El amo, por guardar a sus niñas le había cortado los huevos, ¡joder! Diez años después a las niñas se las llevaron a Miami. Cuba era un hervidero, los guerrilleros bajaban de las montañas para hacer justicia y el patrón estaba muy nervioso; la plantación estaba medio abandonada, casi toda la gente se había ido con la guerrilla y Cortijo había decidido irse también a Florida. Nerón le estaba esperando sentado en un sillón del despacho, ya no era un jovencito flaco y elegante, era un toro sin huevos pero con el odio tatuado en la mirada. Cuando Cortijo entró en el despacho, un reflejo metálico en la mano del negro le susurró al oído que ese era su último día entre los vivos. Al entrar los rebeldes en la finca se lo encontraron muerto sobre un charco de sangre, le habían cortado sus atributos de varón y tenía un tajo sinestro en el vientre por donde le asomaban las tripas y por donde se le había escapado la vida; a su lado un machete de cortar caña ensangrentado. Había tenido la peor muerte que se le puede dar a un hombre. Nerón vago por la isla y sobrevivió, porque los cubanos siempre sobreviven, después, harto de penurias se fue, estuvo en muchos lugares hasta que fue a caer en España. Aquí se quedó a cuidar putas en casa de La Gabriela. Cuando acabó su historia el negro estaba ya muy borracho. No sé quién de nosotros no se creyó la historia y así se lo dijo. Nerón nos recorrió a cada uno con una mirada turbia y se sonrió; se desabrochó la camisa y pudimos ver, que de su cuello, atado con un cordón de cuero viejo, colgaba un pitraco de carne oscura y seca que lució con orgullo. Nos marchamos de aquel antro de mala muerte, menos niños, algo más hombres, y mudos por la historia que habíamos oído. Allí lo dejamos, sentado en la mesa, con su trofeo colgándole del cuello y borracho como una cuba.


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