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Que no pasen veinte años

Esperando la edición de la última novela que terminé en diciembre, he comenzado un nuevo trabajo. Esto pasa cuando se tiene tiempo y la cabeza no para de pensar en cosas nuevas y se tiene en las mochilas historias que contar.

Esta novela que he comenzado es la historia de una familia de hombres duros y mujeres desgraciadas, de ambiciones y desencantos, de ilusiones y decepciones alrededor de una casa grande y fría. Una novela de gente herida por el desapego y la falta de cariño.

Se llamará "Que no pasen veinte años" y aquí os dejo el primer capítulo a ver que os parece.

María estaba abriendo las cortinas del salón, la luz de años apresada tras los gruesos terciopelos tomó para sí la estancia grande, llenando de vida los objetos que encontró a su paso. Los cristales tallados de la araña que colgaba del centro del salón se multiplicaban en miles de puntos brillantes que desperdigaban esquirlas de arcoíris por las paredes. La vieja María estaba agitada, la muerte del señor lo había revolucionado todo, ya casi no recordaba la última vez que tuvo que preparar las habitaciones, ventilar colchones, cambiar sábanas, colocar las colchas, limpiar el polvo, limpiar la plata, lavar la vajilla; llevaba así dos días y no daba en sí, su sobrina Micaela había venido a echarle una mano pero era inútil, criada vieja no necesita de las jóvenes que solo se preocupan de estar monas y de levantarse las faldas delante de cualquier nabo, eso pensaba y su sobrina no era una excepción, por muy sobrina suya que fuera hacía las cosas a regañadientes. Qué a gusto habían estado los últimos ocho años don Martín y ella, solitos los dos desde que se fuera la niña chica, solo se usaba el despacho, la habitación del señor con su baño, la cocina y su habitación, eso era todo, apenas la quinta parte de este caserón de piedra y hielo tan antiguo como la sangre. Ahora vendrían todos, aquí, a desmigarlo todo para repartírselo, a desgarrar la hacienda y desgarrarse entre ellos como alimañas al olor de la muerte. Cincuenta años llevaba en aquella casona, desde que los padres del señor contrataron a su madre, ella tenía diez años y le dolían los sabañones cuando en invierno tenía que retorcer las sábanas, con aquellas manos de niña grande en el lavadero, se le helaban las manos y la vida mientras tendía la ropa en las cuerdas, las sábanas, las calzonas de la señora, los calzoncillos del señor y la ropa del señorito, ropa cara de algodón, de lino, camisas de seda. Luego vinieron los niños, Juana, la mayor, Ricardo, Toni y la última, ya cuando nadie la esperaba, un milagro que nos manda Dios que decía la señora, porque la señora estaba seca, ella lo sabía porque hacía más de un año que no le lavaba los paños manchados de sangre negra, la última, la niña Elena, la única rubia de una familia en la que eran todos más negros que hollín. Ahora vendrían los cuatro con las lenguas como navajas, con la uñas como gatas recién paridas y con la mala leche de los Rondón, leche agria y podrida de los pecados de generaciones de amos sin corazón y sin escrúpulos. —Micaela —gritó la vieja— ¿están ya las camas? —Sí —le respondió una voz de grajo desde el piso de arriba. —Y se puede saber qué coños haces ahí arriba, baja ahora mismo. La vieja masticaba maldiciones mientras la sobrina bajaba los escalones de dos en dos, cuando la vio acercarse corriendo con dos melones saltándole en el pecho, cerró los ojos y movió la cabeza con gesto de resignación. —Vamos a ver ángel mío, ¿a ti no te ha dicho tu madre que hay una cosa que se llaman sostenes que se usan para poner dentro las tetas y no llevarlas sueltas? —Si tía, pero es que se me han quedado pequeños y me aprietan mucho, son muy incómodos — le respondió Micaela con un rubor adolescente enrojeciéndole las mejillas. —Pero por el amor de Dios, no puedes ir así por ahí chiquilla, que tienes las tetas de una mujer mayor, mañana te quiero ver con un sostén y nada de camisetas ajustadas que la casa se va a llenar de gente, ya te daré yo una camisa y un delantal. Y ahora ponte a limpiar la plata, toda la plata y cuando acabes me lo dices. Y se marchó Micaela, agitando su volumen y su pudor, en busca de la plata y el algodón mágico, mientras ella se encaminaba a la cocina en busca de su medicina, de eso que era lo único que le quitaba el dolor de espalda y le ponía cascabeles en el corazón, su traguito de aguardiente a media mañana. En la cocina, el sol del mediodía jugaba con los cacharros y se desparramaba por el mármol de la mesa. María se sentó, frente a ella una copa barrigona y una botella de cristal, sin etiqueta, sin marca, porque el aguardiente para ser bueno tiene que ser anónimo. Echó una buena cantidad de líquido dentro de la copa, antes de llevársela a la boca bajó el brazo hacia el suelo y mirando fijamente las baldosas dijo: —A tu salud don Martín, así te achicharres en las calderas del Pedro Botero, ¡hijo de puta!—. Y de un trago se bebió todo el contenido de la copa. Después se levantó y llevándose las manos a las caderas se sonrió, pensando en cuanto le habría gustado al cabrón de don Martín ver como sus hijos se iban a despedazar.


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