Quinientos metros (Los diarios de miedo)
Cuando ella habló, arrasó el silencio desgraciado que se había instalado entre nosotros, después de sus palabras me quedé vacío, despojado de mis más arraigados valores que hasta entonces había considerado correctos, para hallarlos desprovistos de cualquier ápice de honestidad. El que mi mujer no aceptara mi forma de ser y de actuar me había descolocado, que además lo hubiera argumentado, como lo había hecho, me hizo pensar que mi posición como hombre en aquél matrimonio estaba en peligro. Ella me reclamaba como un igual y yo no estaba dispuesto a sacrificar la comodidad de mi posición de macho alfa en una relación que lo único que me proporcionaba eran momentos de gloria en el sexo. Yo no tenía un matrimonio, yo tenía una pensión donde acudía a dormir cuando quería, donde me servían un plato en la mesa cuando tenía hambre y un coño donde vaciarme cuando lo necesitaba. Pero eso estaba a punto de terminar, o eso es lo que ella reclamaba, su libertad, y yo no estaba dispuesto a dársela, no porque la amase y sin ella me sintiera perdido, sino porque si así lo hubiera hecho, habría sido el hazmerreír entre mi círculo de amigos más cercanos, de mi familia y de mis compañeros de trabajo. Fue cuando le solté una bofetada que le estalló en la cara con tal violencia que la paralizó, no tuve más remedio que pegarle y así se lo hice saber, mientras ella se limpiaba el hilo de sangre que le salía de la nariz y que violó la nívea blancura de la blusa que llevaba puesta, con unas gotas de rojo oscuro. Ella se vino abajo y haciéndose un ovillo en el rincón de la habitación se desbordó en una tormenta de lágrimas saladas. Supuse que había quedado claro quién mandaba en aquella casa y me marché, para castigarla, a tomarme una copa con mis amigos en un bar del barrio. Una copa llevó a otra y a otra más, después, una nube etílica me transportó hasta la barra de un club en las afueras, donde una dominicana de curvas infinitas me llevó de la mano a una de las habitaciones que olía a lejía y a sudor. Cuando salí de aquel negocio de carne alquilada, volví a mi casa con mi ego de macho por las nubes, dispuesto a no consentir que aquella hembra volviera jamás a poner en entredicho mi hombría y dispuesto a ponerla en el sitio que le correspondía. Cuando llegué al piso, la soledad silbaba su melodía de silencio. Me acerqué a la habitación, cuando vi la puerta del armario abierta y el sitio donde debía estar su ropa vacío, una garra de ira me retorció las tripas. Aquella hija de puta se había marchado y me había abandonado como si fuera un desecho. Me senté en el salón masticando mi ira y mi vergüenza, vomitando insultos y jurando venganza hasta que el timbre de la puerta araño mi oído. Me levanté como un resorte dispuesto a recibirla con otro guantazo que la calmara, pero lo que me encontré tras la puerta fue una pareja de la policía que me preguntaba si yo era yo. Me llevaron a comisaría y me asignaron un abogado de oficio que me recomendó no declarar nada hasta que me tomase declaración el juez al día siguiente. Ella me había denunciado y con ello había reventado cualquier posibilidad de control de la situación por mi parte, ahora dependía de la justicia y esa justicia no estaba de mi lado. Pasé la noche en comisaría, entre ladrones, chulos y putas hasta que por la mañana me trasladaron a los juzgados donde un juez, de tez cenicienta, me tomó declaración y me soltó con una orden de alejamiento de quinientos metros de ella, hasta que se celebrara la vista del juicio. Esa hija de puta me quería hundir solo por una bofetada, cuando llegué a mi casa aún rumiaba la ira que se iba convirtiendo poco a poco en odio, llamé al trabajo para decir que estaba enfermo y que me iba ausentar durante unos días y me acosté con las tripas revueltas por el amargor de la derrota. Dejé pasar el fin de semana y la llamé por teléfono, no respondió a mi llamada, cegado por el odio y la ira la emprendía a patadas con los muebles, como si eso me fuese a tranquilizar, pero cuando vi la obra que había hecho en el salón me inflamé aún más. Ella no podía estar más que en casa de sus padres, así que llamé, me cogió el teléfono su padre, pregunté por Estrella y cuando reconoció mi voz comenzó a insultarme, a llamarme cabrón y a decirme que no tenía cojones de hacerle a un hombre lo que le había hecho a su hija; palabrería de viejo inútil que nunca tuvo huevos de dar un puñetazo encima de la mesa. Después me llamó mi madre gritándome y diciendo que la había llamado mi suegra y que no entendía nada; la despaché de con cajas destempladas. Ahora estoy frente a la puerta de su trabajo dispuesto a darle su merecido. No creería esa zorra que la iba a dejar para que revolcase con el primero que conociera. En mi bolsillo, el hielo del acero enfría mis dedos mientras acarician el filo de un cuchillo que he cogido, antes de salir de casa, del cajón de los cubiertos de la cocina. Pobres ilusos si piensan que me tienen controlado. Quinientos metros no son suficientes para parar a un hombre que está orgulloso de serlo y que está dispuesto a defender su honor y su vergüenza.