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Ciberpánico

La semana pasada di de baja el número de teléfono móvil que he tenido agarrado a la espalda durante dieciséis años, era un número de empresa que he tenido permanentemente activo durante esos años las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año. Si me pongo a echar cuentas resulta que las últimas ciento cuarenta mil ciento sesenta horas de mi vida he estado íntimamente ligado a ese número de teléfono y por lo tanto a una tarjeta con un chip electrónico que ha ido cambiando con el paso de los años, reduciendo su tamaño y como consecuencia de ello, también a un teléfono móvil, que contenía dicha esa tarjeta y que también ha ido cambiando de forma y tamaño a lo largo de estos dieciséis años. Curiosamente y por no sé qué insondable razón pasaron de ser aparatos aparatosos, a reducir ostensiblemente su tamaño hasta casi perderse entre los dedos de la mano para volver a ir aumentando de tamaño para albergar unas pantallas táctiles que nos han dado acceso a aplicaciones o apps, que teóricamente nos resuelven la vida, y que exigen que esas pantallas sean cada vez más grandes y más nítidas, en fin, que ahora volvemos a llevar de nuevo unos aparatosos aparatos que nos ocupan más que la superficie de una mano y que tenemos que utilizar a dos manos para escribir o teclear.

Mi primera intención fue mantener el mismo número pidiéndole a la empresa que hiciera un cambio de titular y así se hizo, pero cuál fue mi sorpresa cuando una vez hecho ese cambio de titularidad me pongo en contacto con la compañía para conocer el plan de tarifa que tiene la línea y me sorprenden diciéndome que habría que pagar cada mes una barbaridad. La portabilidad del número a otra compañía mucho más económica, imposible, ya que al parecer algún ángel del éter de la telefonía mantenía un vínculo de dicho número con un cierto plan de pagos de la empresa, cuan si de hilo de vida se tratare y que no se podría romper sin acudir a pedir auxilio al Dios de universo de ese éter telefónico para poder cortarlo.

Así que entristecido y compungido por tener que abandonar al eterno olvido mi querido número que tanto y tanto había viajado conmigo, acompañándome hasta los sitios más insospechados, manteniendo las más inverosímiles conversaciones, con personas de distintas ciudades, países y condiciones, di la orden de que dieran de baja ese número. Hablé con otra compañía y contraté sus servicios, a un precio equivalente al tercio de lo que pretendían cobrarme la operadora de origen, y me dijeron que entre veinticuatro o cuarenta y ocho horas dispondría en mi domicilio mi nueva tarjeta SIM, adelantándome en ese mismo momento el nuevo número que iba a ser mi compañero fiel durante los próximos años.

En la compañía de origen me aseguraron que tendría disponibilidad de mi número durante cuarenta y ocho horas, cosa del todo incierta, porque no habían pasado ni doce horas mi número teléfono, ese que me había acompañado durante dieciséis años, dejó de funcionar.

Entonces fue cuando me entró el terror, la angustia, los nervios, la desazón, el agobio, la pesadumbre, la depresión, cuando comprendí que iba a estar incomunicado hasta que recibiera mi nueva tarjeta. Menos mal que a través de esa aplicación gratuita que nos permite comunicarnos siempre que tengamos conexión a internet, pude hacer un masivo envío de mensajes a mis contactos comunicándoles la gran desgracia y diciéndoles que tomaran nota de mi nuevo número con el afán de no perder el vínculo para el resto de la eternidad.

Todo el terror, la angustia, los nervios, la desazón, el agobio, la pesadumbre y la depresión desaparecieron cuando al llegar de mi paseo diario (con café incluido) el sábado al medio día de nuevo a casa, me encuentro encima de la mesa del salón un sobre de plástico con el anagrama de la nueva compañía con la que había contratado. Ahí se disiparon todos mis miedos, ya estaba de nuevo conectado. Pero ahora me ha surgido un nuevo problema.

Este sencillo y tonto hecho que os he relatado en un tono desenfadado, me ha hecho pensar en el nivel de esclavitud que he tenido durante muchos años y que seguía manteniendo, con ese aparato, que si bien resuelve el problema de la comunicación y nos presta muchas y variadas ayudas, también nos genera un nivel de dependencia que no me gusta. A estas alturas de mi vida, en las que solo espero cuidar mi intelecto y amar a los míos, no quiero ser esclavo de ese ingenio, no pienso ser esclavo salvo de mis placeres.

Ahora es cuando pienso en lo inútiles que eran esas horas que me pasaba colgado del teléfono durante las vacaciones, horas que le quitaba a mi gozo y disfrute, esa angustia al mirar el cacharro y ver que solo me queda una rayita de batería y aún tenía por delante cinco o seis horas de actividad y no tenía sitio para cargarlo. Esa hora en la que no había oído el pitidito del WhatsApp, o el ruidito de un correo recibido, o una notificación de Facebook, esa hora que se convertía en angustiosa pensando en qué pasaría, me habrían abandonado mis contactos, se habrían olvidado de mí, ya nadie querría volver a hablar conmigo. O pensando en lo peor, habría sucedido algo malo, quizás un golpe de estado y habrían cortado las comunicaciones, o un cataclismo de la naturaleza; y al final era que me habías quedado sin cobertura; entonces llegaba el descanso, la liberación, cuando de nuevo entraba en una zona de cobertura y comenzaban a oírse esos ruiditos, silbiditos, vibraciones, oh música celestial para unos oídos angustiados. Maldita zona oscura, este gobierno no funciona si permite que haya zonas en el país sin cobertura, zonas olvidadas, negras, baldías, los Mordor de nuestra nación, zonas peligrosas donde no se debe aventurar la gente de bien.

Tengo que aprender a desconectarme, el problema es que no sé cómo, quizá tenga que ir a un psicólogo de la desconexión digital. Posiblemente me plantee un horario, como en las tiendas, conectado de nueve a dos y de cinco a ocho. No lo sé, algo tendré que hacer, quizás la solución sea hablar con mi mujer y que me cuente su secreto, nunca le ha importado un pepino el teléfono, las veces que se lo he echado en cara y ahora la envidia que me da.


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