Un recuerdo ingrato
Miro por la ventana, el día es soleado pero hace frío. La gente camina encogida dentro de sus abrigos, las manos en los bolsillos, el andar presuroso. El cielo es de un azul exultante y no se atisba ninguna nube en el horizonte. Es uno de esos días de invierno que apetece pasear sintiendo el frío en el rostro.
Salgo a la calle bien equipado y el frío me salpica la cara y me despeja, llevo zapatos de suela gruesa porque si se me enfrían los pies me descompongo. Un abrigo de paño con las solapas subidas y una bufanda de lana de cuadros grises que me protege el cuello; una gorra de fieltro de color negro me salvaguarda la cabeza. En bandolera llevo un bolso de serraje de color tierra que siempre me acompaña. Dentro, un libro, un cuaderno de notas, bolígrafo, el teléfono móvil, las llaves, unos pañuelos de papel y unas gafas de sol. Este es mi equipaje, el que cargo a diario desde que me retiré de la obligación de ir a trabajar.
Busco salir del sitio donde escribo para enfrentarme donde está la vida, en la calle, explorar sitios mil veces explorados con la esperanza de encontrar algo nuevo que me proporciones un flash, una idea que plasmar en el papel. También busco la soledad entre la gente, es donde mejor aprecio la soledad, cuando estoy rodeado de gente a la que no conozco, parece una incongruencia pero para mí así es.
Bajo hacia la calle Mayor y me sumerjo entre el caudal de gente que camina con un rumbo determinado, cada uno guiado por su circunstancia, empujado por un deber o una determinación. A mí no me mueve nada de eso, me da igual tomar un sentido u otro, me sirve cualquiera de ellos, mi interés es la soledad que me inspire, un silencio interior que me grite, que me remueva la caja de las ideas. Pero hoy no lo encuentro.
No voy a tener más remedio que acudir a la caja de los recuerdos. Me doy la vuelta y cambio de sentido, me sumerjo en el caudal de gente que camina en sentido contrario al que caminaba con anterioridad y abandono la calle Mayor por una calle más estrecha y perpendicular a esta que sube con una pendiente suave hacia una gran plaza. Antes era un parque precioso con zonas verdes, flores y árboles. Ahora es una gran extensión de baldosas de granito donde se han sustituido los árboles por un parterre de acero y madera que recorre parte de un lateral de la plaza, al otro extremo un pequeño parque infantil rodeado por una valla multicolor. Un espacio grande y desolado sembrado por unos cuantos bancos sin respaldo, donde nunca se sabe si es otoño porque ya no hay hojas secas alfombrando el suelo, ni primavera porque no florecen flores, ni invierno porque ya no hay árboles que exhiban sus ramas desnudas. Eso sí, debajo hay un garaje inmenso que da cabida a cientos de coches.
En una esquina de esa plaza hay un bar que tiene una terraza cubierta al que acudo casi todos los días en busca de un buen café y de una buena idea. Me inspiro en este sitio porque me siento cómodo. Enseguida se me acerca Rubén, no ha hecho falta pedirle nada, al verme llegar ya me han preparado un café con leche, en vaso y una botella pequeña de agua fresca.
A mi alrededor otras mesas están ocupadas con desconocidos, alguno no tanto de ir allí cada día, al menos nos saludamos pulcramente, nos damos los buenos días y nos decimos adiós cuando nos marchamos. Al resto, los que no son habituales, no los conozco pero también los buenos días son para ellos, el no conocer a alguien no está reñido con regalar los buenos días.
Me siento en una mesa, cerca del extremo de la carpa, en la esquina, al abrigo de las paredes de plástico fuerte y transparente que dejan pasar los rayos del sol que a estas alturas se agradecen. Saco mi libro, me pongo a leer y enseguida me aíslo del resto de habitantes de esta burbuja, me meto dentro de mi propia burbuja de palabras y frases que acarician mi mente y liberan mi espíritu y mi pensamiento. Si hay suerte algo de lo que he leído, o algo de lo que he visto, o que en ese momento veo, me sugiere una historia, a veces una esquirla de una conversación que mantienen dos mujeres sentadas en la mesa de al lado, o un comentarios del camarero a otro de los habitantes de la terraza, o simplemente un recuerdo, como he tenido hoy, mientras movía con la cucharilla el azúcar del café y me vino a la memoria el mismo acto. Aquella desgraciada mañana del día 24 de diciembre de 2008, cuando sentados en la mesa de la cocina, aún con los pijamas puestos, mi mujer y yo desayunábamos tranquilamente mientras oíamos la radio y al terminar de desayunar una llamada de mi hermano vino a romperme por dentro.
No recuerdo como recorrí los cincuenta kilómetros que me separaban de ella, sé que fuimos en coche y que yo conducía, pero no se quien estaba allí cuando llegamos, ni quien nos acompañó a aquella habitación vacía donde yacía mi madre desde hacía apenas una hora, solo sé que me acerqué a su cuerpo yerto y con la vista distorsionada por las lágrimas me agaché para besarla por última vez y aún estaba caliente. Y en aquel momento eché de menos sus abrazos, y sus besos restallando como látigos en mis mejillas, y su mano apretando la mía mientras cruzábamos una calle cualquiera de una ciudad cualquiera en las que habíamos vivido. Y eché de menos sus regañinas y sus azotes cuando los merecía, y sus labios rozando mi frente cuando estaba enfermo, esos labios sabios que sabían distinguir entre las décimas y la fiebre. Y añoré todo lo suyo, cada átomo de su cuerpo y cada segundo de mi vida con ella porque en mí la llevo cuando respiro, y cuando río, y cuando lloro, y cuando amo, sobre todo cuando amo porque su amor me enseñó a amar.
Con esa imagen prendida con alfileres al filo de mi memoria me levanto de esa mesa que frecuento, pago el café y me voy en busca de este sitio cerca de esta ventana para escribir esto que llevo prendido y que aquí os dejo.