Cosas de críos
La tarde antes de que mataran a Severiano su madre ya se había vestido de luto.
—Ayer recibió Pepa un telegrama—. Le había dicho Martina por la mañana, en la tienda, mientras ella le pagaba en silencio la cuenta de la semana —Bien contenta que se puso cuando lo abrió aquí mismo, era de su Martín y le decía que llega mañana, después de cinco años, ya tenía la mujer ganas de volver a ver a su hijo, ¿verdad?
Ella no lo había visto, pero cuando salió de la tienda, Martina se había santiguado.
Caminó hasta su casa como un autómata, confiando en que sus pies, que ya sabrían el camino después de setenta años de recorrerlo, la llevarían hasta su puerta. Porque en su cabeza no cabía otra cosa más que los recuerdos de Severiano y Martín jugando en el patio, entre las macetas de geranios, con una pelota de trapo que ella misma les había cosido para que la reventaran a patadas. Ahora volvía a reclamar lo que era suyo.
Cuando llegó a su casa se dejó caer en una silla de la cocina y apoyada sobre la mesa lloró su amargura. Que sola la había dejado Lucio, sin nadie con quien compartir su pena. Cinco años hacía ya que se lo encontraron en la viña, boca abajo, con la boca llena de tierra. Parecía que antes de morirse hubiera mordido, en un último gesto de rabia, la tierra, para llevársela consigo a la tumba. Esa tierra que tanto trabajo le había costado conseguir. La misma tierra que tuvo que pagarle a Urbano, el jefe de la falange, que se las había quedado cuando se la quitaron a su padre, después de darle dos tiros en la cabeza en el olivar de la tía Perra.
Con los ojos rojos del llanto se levantó de la mesa de la cocina y se fue a la habitación. Se quitó la bata que se había hecho en primavera con una tela que le había traído su nuera del mercado y que era el primer alivio del luto de Lucio. Azul marino con unas pintitas blancas. Se fue desabotonando despacio, desde el cuello hasta las caderas, después sacó los hombros y dejó que se deslizara hasta el suelo. Se quedó allí, frente al espejo, mirando a aquella mujer que ya no conocía. Sin rastro de ese pelo negro como un escarabajo, ni de los rizos ondulados que le caían sobre los hombros y que tanto le gustaba peinarse de noche, antes de acostarse, cuando se pasaba un rato largo pasándose el cepillo, a oscuras, para que su madre no la regañara porque gastaba el petróleo del candil.
Abrió el armario y sacó un vestido negro, tan negro como la pena que llevaba dentro, luego abrió un cajón de la cómoda y sacó unas medias también negras.
Desde chico se le veían las formas a Martín, aún recordaba como si fuera ayer cuando le trajeron a Severiano, una tarde de verano, con la frente abierta de una pedrada que le había dado Martín. Cuando le preguntó a su hijo que había pasado le dijo que le había roto la peonza y Martín le había dado un pedrada. Cuatro puntos le tuvo que dar don Marcelino, el practicante. Cuando volvieron a casa, Martín estaba esperándolos delante de la puerta, se acercó a Severiano y le pidió perdón. Al rato estaban otra vez jugando en el patio, Severiano con la cabeza vendada y el otro que se deshacía en favores, los dos se reían como si no hubiera pasado nada. “Cosas de críos”. Pepa apareció como loca, preguntando por Severiano y pidiéndole perdón por lo que Martín le había hecho a su hijo, pero ella le sonrió. “Cosas de críos”. Se le quedó una cicatriz fea, en forma de “Y” encima del ojo izquierdo y cuando Severiano estaba nervioso o preocupado se acariciaba la cicatriz con los dedos de la mano izquierda.
Siempre juntos, inseparables, se les veía crecer porque el tiempo a esas edades vuela, se parecían mucho, los dos eran morenos, altos y fuertes, pero eran muy distintos. Severiano era noble, obediente y trabajador. Martín, juerguista y pendenciero.
En las fiestas de los pueblos de alrededor, Martín ligaba siempre. Severiano no se atrevía a mirar a las chicas, mucho menos a hablarles. Había pueblos donde los mozos llevaban muy mal que los de fuera bailaran con la chicas y después de horas de beber empezaban los líos, siempre había follón y siempre Martín estaba metido en ellos, pero cuando las cosas se le ponían feas aparecía Severiano para poner paz. Martín no sabía por qué, pero Severiano siempre lograba sacarle intacto del lio que se hubiera metido, de todos, bueno de todos no, del último no había podido sacarlo porque estaba muy lejos y era la policía la que le había detenido cuando salía de robar en una joyería en Madrid.
Desde el día de la pedrada Pepa se había hecho muy amiga suya, por las tardes se iba a su casa, Dolores le preparaba café y lo tomaban en la cocina, hablaban de cualquier cosa, de los maridos, de los hijos; iban juntas al mercado, a misa los domingo. Como Pepa no sabía coser, cuando tenía algo que tenía que arreglar se lo llevaba a Dolores, se hicieron muy amigas. Primero fue Dolores la que lloró abrazada a Pepa cuando murió Juan, su marido; después fue Pepa la que lloró abrazada a Dolores cuando murió Lucio. Después cuando detuvieron a Martín, Pepa se encerró en su casa y no salió nunca más, ni quiso ver a nadie. La vergüenza le roía las entrañas.
Se sentó en la cocina y puso a calentar agua para hacerse un café, no tenía ganas de comer. Su cabeza no paraba de pensar.
¿Porqué tuvieron que enamorarse los dos de la misma mujer? ¿Acaso no había otras mujeres? Pero el corazón no atiende a razones y la razón no tiene sitio en el corazón cuando se es joven. Martín exhibía a su Carmen como a un trofeo de caza, Severiano amaba en silencio. Intentó contar las noches que lo había oído llorar en su habitación y no pudo porque nunca supo contar tanto.
Martín se fue del pueblo a buscar un futuro y se llevó en la mochila dos promesas; la de Carmen, que le iba a esperar hasta su vuelta y la de Severiano, que se la iba a cuidar hasta que volviera.
Pero el amor no espera a nadie y el silencio de Severiano se desbordó en un torrente de palabras de amor. Antes de casarse le escribió una carta a Martín, una carta que nunca tuvo respuesta. Se casaron una mañana de primavera y al año siguiente ya paseaban un carrito por la calle Mayor.
Había llegado por la mañana, una mañana gris que prometía tormenta, le dijeron que venía en un coche con dos hombres que traían en la cara el dibujo de la muerte, que lo habían dejado en casa de su madre y se habían marchado.
Salió de su casa camino de la de Pepa, el aire húmedo y espeso la asfixiaba. Cuando la veían pasar, la gente se santiguaba. Llamó a la puerta y esta vez la puerta se abrió, encontró a Pepa sentada en la cocina, a su lado estaba Martín. Se sentó frente a ellos y miró a Pepa a los ojos, no hacían falta las palabras, las lágrimas de Pepa le decían todo. Martín estaba sentado, con la mirada clavada en la ventana.
Cuando la Guardia Civil llamó a la puerta Martín se levantó, se acercó a su madre y la besó en la frente luego se acercó a ella, la miró desde arriba, con los ojos cargados de culpa y a ella la sangre de las venas se le hizo arena. Martín caminó tranquilo hacia la puerta.
Pepa la abrazó, a ninguna de las dos le quedaban lágrimas. Le pidió perdón, pero esta vez no pudo decirle que eran “cosas de críos”.