top of page

Ultramarinos

El otro día entré en una tienda de ultramarinos, una de las pocas que aún resisten al paso del tiempo y a la dictadura de las grandes superficies. La vi mientras caminaba por una calle del Madrid antiguo y de pronto a mi memoria acudieron los olores de esa otra tienda que estaba es una esquina, al lado de la casa donde pasé parte de mi infancia. No quería comprar nada, solo quería oler. Alguno pensará que el paso de los años me ha afectado de forma ingrata y que mi cerebro está empezando a enviar al resto de mi cuerpo órdenes que se alejan un tanto del comportamiento de un hombre con sesenta y dos años, pero el deseo de volver a oler lo que hace más de medio siglo mi cerebro había grabado hicieron que entrara en la tienda.


Al rato salí de aquel sitio frustrado porque aquello que yo recordaba no era lo que había entrado por mis orificios nasales. Lo achaqué a que ahora casi todo viene envasado al vacío y lo que no está envasado, una vez que comienzan la pieza la envuelven en esa película de plástico que tanto mal está haciendo a la naturaleza. El caso es que los olores están comprimidos, apresados entre las paredes transparentes de esas envolturas que teóricamente conservan las propiedades de los alimentos que nos llevamos a casa.


Cuando salí de allí y mientras caminaba por la calle recordaba cuando mi madre se asomaba al balcón de ese segundo piso donde vivíamos en apenas cuarenta metros cuadrados, mis padres, mi hermano y yo, y llamándome de un grito me decía ¡vete a donde el señor Antonio y que te de cuarto y mitad de mortadela y medio kilo de azúcar!


¡Cuarto y mitad!, ¿os habéis preguntado cuantos años hace que nadie pide “cuarto y mitad” de mortadela, o “mitad de cuarto” de jamón de york?, porque en aquellos años de aquella interminable postguerra así era como se compraba.


Yo corría hasta aquella pequeña tienda de puertas de madera pintadas de color crema y cristales transparentes, la misma que tenía un cierre metálico que nunca se subía hasta el final para no tener que usar el gancho para bajarla al cerrar. Me gustaba entrar en aquél espacio de estantes repletos de latas grandes y pequeñas, de sacos con legumbres colocados en el suelo, con el borde bien enrollado para exhibir las lentejas, las judías blancas, las carillas, los garbanzos; con aquellos tarros redondos de cristal con tapa metálica llenos de caramelos de mil colores; las bacaladas colgadas de un gancho del techo, como los pimientos secos y alguna que otra hoja de tocino rancio y salado. Allí dentro, detrás de un mostrador de madera, desgastada por el paso de los años y de roce de las manos, estaba el señor Antonio y su mujer, él vestido con una bata blanca e impoluta, ella con un delantal también blanco ribeteado de puntillas almidonadas y una cara sonriente; también estaba Antoñito, su hijo mayor, cuyo retraso no le daba más que para saludar con una exagerada sonrisa a cualquiera que traspasase la puerta y para bajar al sótano por una trampilla que había en el suelo de madera y que estaba siempre abierta, a buscar los artículos para reponer los que se iban terminando, siempre obediente, siempre silencioso, siempre conforme en la estrechez de su mundo. Algunas veces coincidí en la tienda con el hijo menor de aquel matrimonio de gente amable, un chico alto, moreno, con unas facciones atractivas, a quien su hermano no paraba de abrazar mientras estaba en la tienda y a quien presentaba a todo el mundo como Juanito, orgulloso de su hermano que estaba estudiando para médico.


Cuando entraba en aquél pequeño universo que como nombre tenía solamente la palabra “ULTRAMARINOS” rotulada sobre el dintel de la puerta, con elegantes letras color burdeos, el reloj se me paraba, nunca tenía prisa y por eso dejaba que las mujeres que habían entrado después que yo pidieran primero. Me extasiaba viendo como atendían aquellas personas, como cortaban el bacalao con la cizalla o como hacían los cartuchos con el papel de estraza para echar dentro los garbanzos y ponerlo sobre una de los platos de una báscula blanca, de sobremesa, que tenía al lado un cajoncito de madera con pesas, las grandes de hierro, las más pequeñas de latón. Lo que más me gustaba era ver como trabajaban la mantequilla que tenían en un bloque grande y que cortaban con una paleta de madera alargada y afilada para luego, ayudándose de otra igual, ir modelándola a golpes sobre un papel encerado hasta que formaban un paralelepípedo rectangular, perfecto, al que volvían a golpear con otra espátula de picos para adornar el bloque que luego envolvían en el mismo papel encerado.


Después de atenderme a mi y antes de marcharme sin pagar, porque entonces no había que pagar, ya se encargaba el señor Antonio de apuntar en una libreta lo que me había llevado, para que el día que le viniera bien a mi madre pasara por allí a pagarle, aquel hombre abría uno de los frascos de cristal para regalarme un par de caramelos, o un chiche Bazooka, de esos que hacían unos globos muy grandes.


Y salía de aquella tienda corriendo, sorteando en mi camino los sacos de legumbres y un barrilete de arenques que siempre estaba en la puerta, mostrando a sus inquilinos grasientos y con brillos nacarados tan apretados como ordenados en su interior, creo que la tenían allí para que el olor fuerte y rancio no impregnara toda la tienda.


Volando sobre los adoquines de aquella calle estrecha y tranquila llegaba al portal, subía las escaleras corriendo para llegar a casa porque sabía que esa mortadela que llevaba era para que mi madre me hiciera una bocadillo para merendar y después, un vaso de leche fresca.


Esta memoria mía, que a veces se me rebela, me trajo esos momentos felices y el recuerdo de esas tardes de primavera, cuando después de merendar hacía los deberes que nos habían puesto en el colegio y al terminar me asomaba al balcón y miraba calle arriba, esperando ver a mi padre bajar por la calle, regresando del trabajo, mientras mi madre iba preparando la cena y mi hermano jugaba en el suelo de la cocina.


Recent Posts
bottom of page