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Calor

Hace calor, mucho calor, un calor ingrato y húmedo que hace que ésta noche sea de vigilia. Me asomo a la terraza que rodea el apartamento en busca de un soplo de aire que alivie esa sensación de sofoco, Oran está dormida, solo el ruido de algún coche viola el sagrado silencio de la noche.

Debajo de mi terraza las farolas alumbran una calle solitaria que desciende en cuesta hacia el mar, hoy cubierto por una bruma espesa. Al fondo, en la cumbre del farallón que penetra en el mar se distingue la basílica de Notre Dame de Santa Cruz con su fachada iluminada; hacia la izquierda, unas luces escalan la ladera del monte como intentando llegar a la cumbre para respirar, es el barrio más pobre de la ciudad, de casas que se sustentan unas a otras formando un arrabal de pobreza donde conviven el olvido y la miseria.

Son las cuatro de la mañana y no puedo dormir, de un momento a otro la voz del muecín romperá el aire cantando los versos del Adhan avisando a los fieles que es el momento de rezar la primera oración para dar gracias a Alá, es la oración del alba, “al fayir”, la única distinta a la otras llamadas porque en esta se canta una estrofa que dice “as-salatu jayrun min an-nawm” “La oración es mejor que el sueño”. Este dios también es caprichoso y cruel, como todos los dioses.

Un trago de agua fresca me alivia la garganta reseca, me dirijo de nuevo a la habitación donde la cama me espera y un ventilador me promete aplacar este calor para que pueda descansar.

Apenas he relajado el cuerpo cuando se oye el cántico, pero yo, fiel a mi desobediencia, cierro los ojos y me empeño en dormir. Mañana será otro día.


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