Moussa
En Oran la primavera llega de golpe, las plazas y los jardines se llenan de flores y el tiempo huele a bonanza. La gente pasea, ya no corretea encogida por el desapacible invierno, los colores se exhiben a la luz y aparecen las primeras golondrinas con su vuelo acrobático.
Pero el buen tiempo también trae dolor a las calles de esta ciudad bulliciosa, con el buen tiempo también llega una marea de gente de piel oscura, son cientos, miles de subsaharianos que se acercan hasta la costa, a todo lo largo de Argelia, en espera de poder dar el gran salto hacia la tierra que se les promete de leche y miel. Vienen huyendo de la miseria o de la guerra, gente de Mali, de Níger, de Nigeria, de Camerún, que han atravesado el inmenso desierto del Sahara camino de ese mar, que hoy se ha convertido en tumba, de tantos y tantos que han intentado cruzarlo y se han quedado en el intento.
Gente que vive en la calle y pide en los semáforos, donde mujeres con niños de pecho, y niños pequeños con ojos de hambre y sucios de miseria, se aventuran entre los coches extendiendo su mano, la palma hacia arriba, con gesto suplicante, poniendo a su dios por testigo de sus calamidades. Los hombres, esperan horas interminables, en las rotondas de la avenida que lleva al barrio de Canastel, a que alguien venga a contratarlos, por unas monedas, para hacer trabajos de carga. Luego, entre los escombros de algún edificio semiderruido, juntan las monedas, intentando reunir el dinero que les piden los desaprensivos por meterlos en una lancha neumática.
Era sábado, había bajado a dar un paseo cerca de esta casa que comparto con la soledad, la temperatura invitaba a pasear por el Front de Mer, ese balcón que tiene Oran, y que mira al mar interminable; el cielo limpio y la silueta del castillo de la Santa Cruz vigilando la bahía, cerraban una mañana de mayo perfecta, a la que solo le faltaba un detalle, un café bien cargado en una de las terrazas casi vacías.
Sentado en una mesa, mientras leía el periódico, oí que alguien me decía “Hash” y extendía la mano para pedirme una moneda; a estas alturas, uno ya está acostumbrado a que le llamen Hash. Cuando se tiene mi edad, y se luce una barba ya encanecida, todo el mundo supone que has peregrinado a la Meca y eres un hombre que está en gracia de Dios. Cuando alcé la vista vi a un muchacho que no debía tener más de dieciocho años, alto, bien formado y vestido pobremente, que me miraba con dignidad. Durante unos segundos le sostuve la mirada, la suya era orgullosa y persistente, al final le dije que podía invitarle a un café.
Se sentó frente a mí, cuando el camarero lo vio, se acercó enseguida con la intención de echarlo, lo evité con un gesto y aproveché para pedirle un “café separé”, el truco que conocemos los antiguos del lugar, para evitar que te sirvan un café con leche recalentado; el café en un vasito, recién hecho, y al lado, una taza con la leche caliente, listo para mezclarlo.
Será por esa curiosidad, que casi roza el cotilleo, que tenemos los que andamos siempre escribiendo historias, que le pregunté por la suya. Y él me la contó.
Se llama Moussa y espero que se siga llamando, porque me dijo que dos días después embarcaba cerca de Cap Blanc camino de la costa española. Nacido en Mali, en una pequeña aldea cerca de la frontera con Níger, en pleno corazón del Sahel, la región más pobre de la tierra. Es el cuarto hijo de una familia a la que el padre dejó, cuando los niños eran aún muy pequeños, para marcharse a trabajar y nunca más volvió. También es el cuarto que intenta llegar a Europa. A los dos hermanos mayores se los tragó la mar, a menos de quince millas de la costa de España, al tercero lo deportaron, y al llegar a su país el gobierno le obligó a elegir entre la cárcel o alistarse en el ejército y luchar en primera fila; no han sabido nada más de él.
Moussa salió de su aldea hace seis meses, su madre le vio partir sin pronunciar una palabra ni derramar una lágrima, quizás convencida de que el destino es el dueño de cada uno de nosotros, y de que nada más se puede hacer. Pasó toda clase de calamidades para atravesar, primero su país en guerra, después las vastas extensiones del Sahara, la mayor parte del tiempo andando, viviendo de la caridad de los tuaregs, mendigando en las ciudades del sur de esta Argelia interminable, dejando en el camino a gente que, como él, también viajaban hacia el norte pero no lo consiguieron.
Mientras me cuenta su historia mira al mar con la frente alta y el gesto desafiante, sabiendo que en pocas horas se va a enfrentar a otro desierto, éste mucho más peligroso que el anterior, donde no podrá confiar en la fuerza de su cuerpo ni en la firmeza de su voluntad, donde se tendrá que poner en manos de Alá y de su capricho, esperando que su Dios sea misericordioso.
Le di algo de dinero y le vi marchar agradecido y contento hacia su destino.
Y allí me quedé, sentado en aquella terraza del Front de Mer, con el rostro acariciado por la brisa de una preciosa mañana de mayo y con el convencimiento de que Moussa ocupará un lugar entre la gente que he conocido y que no olvidaré jamás.