Tren, café con leche y pan con manteca
El recuerdo es un duende travieso y burlón que te asalta en los momentos más inesperados para traerte imágenes del pasado, imágenes que son instantáneas que nuestra mente se ocupa de agrupar y ordenar dando como resultado una película en sepia de nuestro pasado.
Suele ser un acto involuntario, normalmente asociado a nuestros sentidos; a veces vemos algo, oímos algo, olemos algo que hace despertar al duende que comienza inmediatamente a bombardearnos con esas imágenes que difícilmente podremos apartar a un lado. Otras veces sin embargo somos nosotros, conscientemente, quienes llamamos al duende para que venga a agitarnos la memoria, generalmente, al menos en mi caso, con peor resultado que cuando actúa por su cuenta, sin ser invocado.
Días atrás, mientras escribía la entrada anterior y relataba la historia de las fotos que mi abuela había preparado para sus hijos, el duende me asaltó con el recuerdo de los días que pasábamos en casa de mi abuela cuando camino de Marruecos pasábamos por Algeciras.
A partir de nuestra llegada a Madrid casi todos los años, salvo los que la economía de una familia modesta no lo permitía, viajábamos a Marruecos a ver a la familia, corrían los años sesenta y eran muchos los que todavía quedaban allí; por parte de mi madre, sus tíos, bueno, no eran exactamente sus tíos (esa es otra historia que llegará en su momento), eran las personas que la habían criado por lo que el agradecimiento y el cariño de mi madre para con ellos era como el de cualquier hija hacia sus padres; por parte de mi padre aún estaban allí mis abuelos, una hermana casada, mi tía María y dos hermanas solteras, las pequeñas, Guille y Chelo.
A pesar de que pasábamos la mayor parte del tiempo en Tetuán también pasábamos unos días en Algeciras, allí estaba mi abuela María y los hermanos de mi madre, mi tía Pepa y mi tío Manolo; aunque a mi madre se la llevaron con siete años a Marruecos, el cariño que le tenía a su madre estaba por encima de cualquier cosa. Además estaba también mi prima Isabel, su ojito derecho, a la que mi madre se había llevado a Marruecos por que… (esa es otra historia que también merece ser contada en otro momento); el caso es que pasábamos en Algeciras entre dos o tres días a la ida y los mismos a la vuelta.
Viajábamos en tren, en aquellos años desplazarse en avión era inalcanzable para una familia modesta de cuatro personas; tampoco teníamos coche, mi padre nunca se sacó el carnet de conducir, a pesar de que le salieron los dientes entre coches.
Salíamos de la estación de Atocha de Madrid a las ocho de la tarde y el tren tenía la llegada a Algeciras a las diez de la mañana del día siguiente, salvo retrasos, de los que sufrimos unos cuantos, a ese tren le llamaban “El Rápido, siempre viajábamos en ese tren, había otro que era “El Correo” que tardaba la friolera de veinte horas en el trayecto, paraba en todas las estaciones y apeaderos de la red y era, como su nombre indicaba el que transportaba las sacas del correo.
El convoy estaba compuesto de vagones de primera clase, segunda clase, tercera clase y coche-cama. Nosotros viajábamos siempre en segunda clase, sería obvio decir que por economía; no era el sufrimiento de los asientos de madera de la tercera clase, pero tampoco la comodidad de la primera, en los que viajaban en cada departamento seis personas, nosotros en segunda clase viajábamos ocho personas por departamento. En nuestro caso y hasta que mi hermano cumplió los seis años, edad en la que ya le exigían pagar billete, solo ocupábamos tres plazas, por lo que mi hermano viajaba alternativamente encima de mi padre o de mi madre, o compartiendo asiento conmigo; si se quedaba algún asiento libre lo ocupaba él, pero si alguien de los que estaban en el pasillo entraba en el departamento, mi hermano que no pagaba billete tenía que levantarse y dejarle el sitio.
En el verano el tren iba tan lleno que muchas personas viajaban en el pasillo. Mi padre siempre sacaba los billetes con reserva por lo que siempre llevábamos asiento. En aquel tiempo sacar el billete del tren solo daba derecho al transporte de la persona y el equipaje, para tener garantizado un asiento había que pagar la reserva, por lo que si había suerte y el tren no iba demasiado lleno el viajero podía ocupar cualquier asiento dentro de su categoría, pero si los asientos estaban reservados el viaje tenía que hacerlo de pié en el pasillo.
Renfe vendía billetes por encima de las plazas de asiento y por eso se producían estas situaciones, personas viajando en el pasillo durante catorce horas.
Ahora recuerdo todo esto a la vez que pienso en las dificultades que pasábamos, era difícil viajar en aquellas condiciones, pero era lo que había, todos estábamos igual, todos lo que subíamos en aquel tren pasábamos las mismas calamidades, soportábamos el mismo calor, compartíamos los mismos olores, casi siempre malos olores de cuerpos sudorosos compartiendo un espacio pequeño. Pero también existía la solidaridad, yo he visto a mi padre viajar de pié en el pasillo porque en Alcázar de San Juan se había subido una pareja joven que no llevaban reserva y ella estaba embarazada, y allí estuvo mi padre para levantarse y decirle a la joven que se sentara en su asiento hasta que se bajaron en Córdoba.
El caso es que nos tragábamos como mínimo catorce horas sentados en un pequeño reducto seis personas, que entre el calor de la noche de agosto, el ruido y el traqueteo del tren no pegábamos ojo, allí el único que dormía era mi hermano que por entonces tenía cuatro o cinco años y se acurrucaba en el asiento, se echaba sobre el regazo de mi madre y se rendía a un sueño inquieto.
A las dos horas aproximadamente de la salida de Atocha, en el compartimento se producía una pequeña revolución, era la hora de cenar y cada uno de los allí presentes sacaba de su bolsa lo que llevara para tal efecto, mi madre, exagerada como era para la comida, sacaba sus tarteras con tortilla de patatas, filetes rusos, huevos duros, el pan, una botella de “La Casera” llena de agua y un termo con café, todo bien preparado de esa misma mañana, se tiraba toda la mañana en la cocina preparando la comida para el viaje. El tren llevaba vagón restaurante, pero solo era aprovechado por unos pocos, los que podían pagarlo, el resto de los mortales comía de lo que llevaban ó de lo que los compañeros de viaje le ofrecían. Por eso mi madre llevaba siempre de más, porque sabía que siempre había alguien que no llevaba nada y ella no se iba a permitir que nadie se quedase sin comer en su presencia.
Yo pasaba la noche entre el compartimento y el pasillo junto a mi padre, ese era un lugar de conversaciones y de efímeras amistades, era un sitio donde gente desconocida le contaba la vida a otros desconocidos, siempre me ha parecido curioso como personas que no se conocen se pueden contar tantas cosas, será porque se pierde el pudor con la certeza de que jamás se volverán a ver, que nunca se volverán a encontrar y no les importa abrirse mutuamente la vida de madrugada, en el oscuro pasillo de un tren.
Llegábamos a Algeciras con los ojos enrojecidos y los pies hinchados de estar tantas horas sentados, nunca bajábamos en la estación de Renfe siempre íbamos hasta el puerto, que era donde el tren finalizaba su viaje y estaba más cerca de casa de mi abuela, allí tomábamos un taxi hasta la calle Arcos Viejos y cuando el taxi paraba en la puerta de aquella pequeña casa blanca que siempre tenía las puertas abiertas y una cortina gris, salía mi abuela María con una sonrisa en el rostro a recibirnos, mi madre se abrazaba a ella muy fuerte y entre lágrimas se besaban, luego se abrazaba a mi padre y a nosotros y yo notaba la calidez y el cariño de aquel cuerpo anciano y entrañable.
Cuando entrábamos en la casa me envolvía el aroma del café recién hecho con el que nos estaba esperando, en seguida nos ponía el desayuno, un buen tazón de café con leche y unas rebanadas de pan asentado, de miga espesa y sabrosa que en seguida untábamos con una deliciosa manteca salada de Gibraltar.
Mientras estábamos en Algeciras esos eran mis desayunos, a mi no me importaba las incomodidades de aquella casa tan humilde que ni aseo tenía, a mi me encantaba que al levantarme por las mañanas mi abuela me pusiera, entre besos y achuchones, el café con leche y el pan con manteca.