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El olvido es un agujero negro

Cuando hace unos días decidí colgar en este nuevo blog el post “Jimena una visita pendiente”, que había sido escrito hace años, fue por un impulso interior y en homenaje a mi padre. Soy de los que creen que nuestra existencia no termina el día que nuestra alma abandona el cuerpo que nos han prestado, ese día dejamos de vivir, dejamos de respirar, de sentir, pero no dejamos de existir.

Existimos mientras alguien pueda identificarnos por lo que hicimos, por lo que pensamos ó simplemente por lo que fuimos; existimos mientras alguien nos recuerda.

Pero es difícil que se nos recuerde si no hemos dejado una huella tangible que nos sobreviva, al pintor se le recuerda a través de sus cuadros, al escritor por sus libros, el director de cine por sus películas, al científico porque descubre una vacuna, al militar por sus guerras; pero, ¿que sucede con el hombre normal, sencillo, el hombre que durante toda su vida ha trabajado, ha amado, ha vivido una vida normal, no vamos a decir sencilla, porque no es sencillo vivir, pero si una vida sin estridencias, sin actos que guarden su nombre y su obra para la posteridad?

Normalmente, salvo personas muy longevas, pasadas tres generaciones, se pierde la memoria de lo que fueron estas personas, estas personas dejan de existir porque ya nadie les recuerda, ¿triste, verdad?

Existen las fotos, pero es efímero, pasan de padres a hijos mientras alguno tenga la voluntad de conservarlas, pero al final se pierden, en una mudanza, en un olvido, o lo que es peor se destruyen; además de que muy poca gente tiene la costumbre de anotar detrás de cada foto el nombre de la persona, o personas que aparecen en ellas, llega un momento en el que un hijo ó un nieto ven una foto heredada y no saben quien es la persona que prestó su imagen para que fuese inmortalizada en el papel. No digamos ahora, en el siglo XXI, que ya no se usa el papel, ya somos unos miles de bites encerrados en el disco duro de un ordenador que cuando se formatea, algo que todos hacemos varias veces a lo largo de la vida útil de estas máquinas, se pierden; si no hemos sido cuidadosos y hemos traspasado esa imagen a otro soporte, memoria USB, CD-Rom o DVD, soporte que normalmente acaba desapareciendo entre esas cientos de cosas que guardamos en los cajones y que un día decidimos tirar a la basura porque hace años que nadie usa. El final es el mismo, el olvido.

Os voy a contar algo que sucedió hace muchos años, mi abuela María, la madre de mi madre, vivió sola en su pequeña casa en los Arcos Viejos, en Algeciras, hasta que falleció; nosotros vivíamos en Madrid y al entierro fueron mis padres, yo estaba ya trabajando y mi hermano estudiando por lo que no pudimos ir. A la vuelta del cementerio, mis padres, mi tío Manolo, su mujer mi tía María y mi tía Pepa, fueron a casa de mi abuela a recoger un poco y decidir que hacían; entre sus cosas encontraron tres sobres, cada uno con el nombre de cada uno de sus hijos, en un sobre ponía “Manolito”, en otro “Pepita” y en el otro “Julita” y dentro de cada sobre estaban las fotos que ella consideraba que cada hijo debía tener.

Aquella mujer, dentro de su sencillez y viendo cerca el momento de abandonar la vida, se había dedicado a clasificar cada una de las fotos que había reunido a lo largo de los años para repartirlas entre sus tres hijos, estaba repartiendo el mayor de los tesoros que tenía, sus recuerdos.

Esas fotos que estaban dentro del sobre donde ponía “Julita” ahora las tengo yo, junto a otros cientos de fotos que tenía mi madre y que yo me quedé, salvo unas cuantas que se quedó mi hermano, alegando que yo era el mayor y haciéndome depositario de la memoria histórica de la familia. Y gracias a esas fotos pude ver como era mi tío Antonio, “Antoñito” como le llamaban todos, que falleció a los diecinueve años de cólico miserere y era mellizo de mi tío Manolo; de otra manera no lo habría conocido porque mi abuela jamás tuvo a la vista en su casa ninguna foto de su hijo muerto.

Creo que tenemos la obligación de recordar a los que fueron los nuestros, a los que vivieron e hicieron que nosotros vivamos ahora, porque mientras los recordemos existirán.

Hablarles a nuestros hijos y a nuestros nietos de ellos es importante, y si podemos escribir algo sobre ellos que pueda quedar ahí, para que los siguientes lo lean, mucho mejor.

Esa es la razón por la que de vez en cuando aireo los cajones de la memoria y escriba cosas como la historia de lo que se encontraron a la muerte de mi abuela; algún día contaré como eran mis días de verano en su casa de Algeciras, o como un día me sorprendió rasgando mi guitarra y cantándome en voz bajita unas “medias granainas”; o como sacó delante a sus hijos con mucho coraje después de quedarse viuda con treinta años, recurriendo al contrabando con Gibraltar.

El olvido es un agujero negro que se alimenta de la vida de los que estuvieron aquí antes que nosotros y que algún día también se tragará la nuestra.


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