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Jimena, una visita pendiente

Al pasar Despeñaperros siempre recuerdo a mi padre cuando asomado a la ventanilla del tren me decía, “de Despeñaperros para abajo, todos paisanos”. Yo, que era un niño curioso, pegaba la nariz en el cristal de la ventanilla y me asombraba viendo el escarpado paisaje, la estrecha vía que discurría pegada al precipicio entre esas peñas tan altas. Si pegaba la mejilla al cristal, mirando hacia el sentido de la marcha del tren podía ver en algunos tramos la máquina y los primeros vagones cuando el tren tomaba una curva. Al fondo la negra boca de un túnel se iba tragando primero a la máquina, después al primer vagón, luego al segundo, entonces veía como desaparecía al paisaje de mis ojos y todo se tornaba oscuro en el exterior mientras la luz mortecina de las bombillas alumbraba débilmente el interior, el ruido de traqueteo del tren se multiplicaba entonces y hacía que tuviésemos que alzar la voz para entendernos.

Pasar Despeñaperros era entrar en nuestra tierra, en la tierra de mis padres, los paisajes cuajados de olivos de Jaén y Córdoba, después la serranía de Ronda y cuando entrábamos en la sierra norte del Campo de Gibraltar, en la lejanía, se veía el pueblo de mi padre, Jimena de la Frontera, como un gigante blanco tumbado en la falda de un monte, y allí arriba, dominando el valle que se extendía a sus pies, el castillo. Mi padre se quedaba mirándolo fijamente y murmuraba en voz baja, “Jimena” y callaba, seguramente recordando su infancia en el pueblo que le vio nacer.

Cuando el pueblo desaparecía de nuestra vista, me decía “un día te tengo que llevar a Jimena, verás que bonito es mi pueblo”. Pero nunca me llevó.

Pasaron los años y el torbellino de la vida nos envolvió, cada uno hicimos lo que teníamos que hacer, primero los estudios; el sacrificio de unos padres para que sus hijos pudiesen estudiar hizo que no tuviésemos la oportunidad disfrutar de muchas vacaciones juntos, después el trabajo, y por último mi independencia, mi matrimonio y un hijo no me dejaron mucho tiempo para poder visitar Jimena con mi padre.

A mi padre se lo llevó la muerte cuando más falta nos hacía; a mi madre porque se le marchó el único hombre al que había amado y porque ya nunca se iba a volver a sentir amada de la forma que la hacía sentir mi padre; a mi hermano porque estaba empezando su vida independiente y le quedaron tantas cosas por hablar con él; a mi hijo porque tenía ocho años y le faltó tiempo para estar con su abuelo y recibir todo el cariño que le tenía guardado, y a mí porque me habría hecho tanta falta su consejo y su comprensión en momento difíciles que luego tuve que vivir. Pero la muerte es así, llega, señala al compañero de viaje y a los demás los deja vacíos.

Muchos años pasaron hasta que por fin pude conocer el pueblo de mi padre, fue estando de vacaciones en Conil, disfrutando de las maravillosas playas semi-salvajes en compañía de mi mujer cuando me empeñe en que de ese año no pasaba sin conocer Jimena de la Frontera.

Hicimos el recorrido en coche desde Conil, pasando por Tarifa y Algeciras hasta llegar a San Roque, desde allí tomamos la carretera que sube hacia la sierra, tras unos kilómetros por los que la carretera discurre a un lado de un pequeño valle apareció ante mis ojos Jimena, con sus casas blancas reposando en la ladera de la montaña y en lo alto el castillo.

Es difícil describir lo que sentí mientras caminaba por las calles empedradas de ese pequeño pueblo andaluz, sentía que no me era ajeno, que había algo que me vinculaba con unos invisibles lazos a aquel lugar. Subimos al castillo al atardecer y recorrimos las ruinas de lo que había sido una de las fortalezas más difíciles de guardar de “La Frontera”.

Sentado en una piedra admiré la puesta de sol sobre los alcornocales con el corazón encogido por el recuerdo del hombre que me hizo ser como soy, con la certeza y el convencimiento de que en ese instante estaba allí conmigo.


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